Los libros de texto suelen ser el vehículo en el que viajan la mayor parte de las enseñanzas que marcan los aprendizajes en las aulas; desde hace décadas condicionan casi todo el saber pedagógico que el profesorado utiliza. Las editoriales que los sirven, que negocian con ellos, vienen quejándose hace años de que los cambios normativos les impiden adaptarlos a tiempo a las nuevas formalidades que se les exigen. Seguramente tienen razón, también cuando hace unos días lamentaban la postura de los políticos que mandan en cada comunidad, pues les piden maquillar determinados contenidos que no ensalzan la cultura reciente de los territorialismos identitarios. Imaginamos que ambos asuntos, como otros que denuncia la ANELE en su informe balance publicado recientemente, no mermarán la calidad del producto final. Asunto este del cual hablan poco las autoridades educativas, casi el profesorado y sus representantes y menos las editoriales.
Los libros de texto son caros y, según bastantes profesores, bastante mejorables en varios aspectos. Por eso, no estaría de más cuestionarse si son necesarios en todos los niveles educativos y en cualquier materia, si sirven en los formatos actuales o deberían contener otras presentaciones: más propositivas y creativas, apoyadas en metodologías más incentivadoras de búsquedas para el profesorado y el alumnado. Quizás así, expurgando también su contenido, valdrían para varios años, independientemente de las normativas y de las apetencias del mandamás educativo de turno. Sabemos que no es sencillo cambiar inercias en la producción y uso de materiales, pero por proponer estilos diferentes nos atrevemos a formular un deseo: más maestros, mejor capacitados y con tiempos para preparar sus clases; y menos apego a los muchos libros de texto.
Publicado en Heraldo escolar el 9 de octubre de 2019.