En tiempos se defendía que la profesión docente tenía una dimensión docente ejercida mediante la utilización de las mejores destrezas para llevar a buen fin los desarrollos curriculares y otra parte, no menos importante, que se indagaba sobre la pertinencia de la anterior tarea. Para lo primero dicen que basta con seguir las indicaciones del libro de texto y la normativa vigente; para lo segundo es imprescindible una observación atenta y un proceso reflexivo basado en una investigación aplicada de lo que sucede diariamente en clase, todo ello recogido en un documento. En el primer caso, los éxitos o lo errores quedan a la consideración de quien enseña, como mucho se comunican a las familias y se da cuenta a la administración. De lo segundo se hace un estilo pedagógico; se comenta con el alumnado, se debate con el profesorado del mismo nivel, materia o en las sesiones de equipo o juntas de evaluación.
Más de una vez no coinciden el tipo de profesorado que se quiere ser con el quehacer técnico que se desempeña; la escuela es una maquinaria poco dada a cambios. Pongamos que alguien quiera investigar cómo, cuándo y por dónde se aprende mejor, qué interesa al alumnado, cómo se construyen determinados saberes, qué utilidad curricular tiene el pensamiento crítico, de qué sirven las reflexiones pedagógicas en los equipos didácticos, si la estandarización finalista ayuda a los aprendizajes particulares, si es posible aproximar las diversidades o hay que tratarlas de manera diferenciada. La lista podría extenderse mucho pero en cada una de las condiciones expuestas hay una buena parte de la función investigadora que el ejercicio de la profesión de enseñar lleva implícita.
Publicado en Heraldo escolar el 24 de abril de 2019.