En tiempos afortunados de impulso de la innovación en nuestras escuelas cabe proponer que estas se vistan de etiqueta ecológica. Esta tiene al menos dos dimensiones: una afecta a las personas mismas –cómo piensan y se comportan- y otra a lo que usan y consumen –productos o materiales etiquetados como ecológicos-. Con respecto a la primera, quienes transitan por los centros deberían actuar siempre en esa clave: pensar de acuerdo con el medio ambiente, seguir unos protocolos personales, poner en marcha unas cuantas fórmulas de conservación ambiental, gestionar el centro para que este sea etiquetado como plenamente ecológico, hacer un uso comedido de recursos, dar cauce al banco de libros, generar la mínima cantidad de residuos, ponerse de acuerdo en cuestiones de ecología cotidiana, reducir el gasto energético, vigilar los alimentos del comedor, etc.
La otra dimensión afecta a los materiales del alumnado: usar y consumir solamente aquellos que portan la etiqueta ecológica –cuadernos, papel, lápices o pinturas con los sellos FSC o el PEFC u otros como Ecolabel de la UE, apostar por los bolígrafos recargables, etc. Harían bien los centros educativos en incluir estas ideas a la hora de gestionar sus compras y publicitarlo para dar ejemplo.
La etiqueta ecológica es, en síntesis, una manera de convivir hacia el futuro: reduciendo los consumos, eligiendo materiales elaborados con criterios ecológicos, recuperando las cosas que sirvan para un segundo uso, etc. También se demuestra desplazándose al centro siempre que se pueda en transporte público, bicicleta o caminando. Todo esto se puede enseñar de forma práctica y comprometida; supondría una gran innovación escolar y social.
Publicado en Heraldo Escolar el 23 de enero de 2019.