Antártida en deshielo

La Antártida nos resulta familiar por las expediciones científicas que la visitan en nuestro invierno. Rastrean marcas –el hielo las atrapó a lo largo de tiempos remotos– que sirvan para entender el pasado conectado con el futuro. Pero también se encuentran en ese desierto con partículas de vida reciente que evidencian que el espacio vital se ha ensanchado, que el continente helado está interrelacionado con nuestras vidas. Allí acudieron hace más de 100 años Amundsen y Scott en busca de ciencia, aventura y gloria.

Hace unos días escuchamos comentar a un atrevido conductor de un programa radiofónico que la Antártida nos refrescaba el verano. Hablaba, de pasada, del resultado de una investigación publicada en la revista Nature, avalada por la participación de medio centenar de organizaciones científicas internacionales, que afirma que el continente austral ha perdido tres billones de toneladas de hielo desde 1992. Las cosas no son tan sencillas y banales como decía el comentarista.

Allá por el círculo antártico, en el llamado congelador de la Tierra, se concentra agua helada que, si se derrite (no lo haría inmediatamente sino en un tiempo largo), puede elevar el nivel del mar más de medio centenar de metros. Aunque esta hipótesis quede lejana, ya se aprecia una alteración de las corrientes oceánicas próximas –que siempre interaccionan con las más lejanas–, el aumento de la temperatura global del agua cerca y lejos de allí–que reduce su capacidad para absorber el dióxido de carbono, en lo que tiene bastante que ver el deshielo antártico– y un aumento de la temperatura del aire. En resumen: hitos que pronostican una aceleración del cambio climático. Algo parecido sucede en el hielo del Ártico, que este invierno alcanzó los niveles más bajos desde 1979, cuando empezó a medirse su superficie. El sobrecalentamiento de los vientos polares y las corrientes marinas tambalean la anterior dinámica que regulaba nuestro clima.

Echemos una mirada al Aneto y al resto de antiguos glaciares de los Pirineos. Hace unos 30.000 años alcanzaron su máxima extensión, con espesores cercanos a 500 metros en algunas zonas. El inmenso manto de hielo ha retrocedido intermitentemente, con episodios de recuperación que estaban asociados a variaciones climáticas (ligadas a temperaturas y humedad principalmente). Eso sucedió en la que se ha llamado la Pequeña Edad de Hielo, que se situaría entre mediados del siglo XVI y del XIX; pudo deberse a una disminución de 1 ºC en la temperatura global. Los científicos afirman que vamos a conocer un Pirineo sin hielos, según va el retroceso desde 1990. Una alteración de este tamaño no es solamente una cuestión estética para quienes acuden allí en busca de aventura; es el resultado de una serie de cambios que están provocando comportamientos anómalos en el ciclo hidrológico conocido.

El agua que sueltan la Antártida, el Ártico y los glaciares camina lenta o rápida hacia el mar, donde cada vez hay más; si continúa así provocará una subida del nivel que anegará tierras y ciudades litorales, hará desaparecer islas. Esto denunciaba el artículo mencionado; se le olvidó citarlo al comentarista. Se sabe que más de 600 millones de personas viven en zonas costeras a menos de 10 metros por encima del nivel del mar. Si se superan los límites de aumento de 2 ºC comprometidos en los acuerdos internacionales, costará mucho paliar sus graves efectos sociales. Además, la protección de las poblaciones, tierras y establecimientos urbanos e industriales podría suponer un desembolso anual de 12.000 millones de dólares en el año 2100, según el Centro Nacional Oceanográfico del Reino Unido (NOC, por sus siglas en inglés); las afecciones serán mayores en los países pobres.

La pena es que el asunto del deshielo deja tibia a demasiada gente, o provoca comentarios equivocados; los polos están lejos y los cambios no son tumultuosos. Sin embargo, el espacio y el tiempo están muy interconectados. Hagamos caso a la ciencia: esta ya nos avisa de que los impactos climáticos – la reciente ola de calor que ha azotado Europa serviría de ejemplo- alcanzarán magnitudes relacionadas con lo que entre todos hayamos hecho por limitarlos; por cierto, la emisión de GEI (Gases de Efecto Invernadero) alcanzó en 2017 valores de record, no solo en España.

  • Publicado en Heraldo de Aragón el 21 de agosto de 2018.