Veraneos rurales

Como cada verano, nuestros pueblos reviven. Niños que corren por sus calles, ruidos de coches, verbenas nocturnas y reencuentros múltiples los cambian totalmente. ¡Qué diferencia con el invierno, que parece que los aniquila! Las caras de sus habitantes cotidianos tornan desde la melancolía hasta las continuas muecas de felicidad. Siguen tañendo regularmente las campanas de la iglesia como si quisieran enfrentar a los lugareños, a los que acunan por la noche, con los visitantes, a quienes recuerdan dónde se encuentran, lo cual les provoca más de un enfado. El tedio estival, la canícula, se llevan mejor ahora. Las piscinas atraen a los niños y a los más jóvenes, incluso a los mayores que tuvieron la suerte de aprender a nadar. Las noches al fresco perdieron su papel, la televisión las fue comprimiendo. Las imágenes del regodeo de asuntos de desconocidos pueden más que el intercambio de vivencias propias en torno a la farola. Allí se refrescaban antes de adentrarse en la noche calurosa, que quizás no les deparase un sueño reparador. Las salamanquesas permanecían encaramadas bajo los aleros a la espera de atrapar a las mariposas despistadas. De vez en cuando los murciélagos hacían pasadas de rumbos difíciles. Hoy se les ve poco, quizás porque hay menos insectos en los urbanizados pueblos o por que los mamíferos voladores están enojados pues nadie les hace caso.

Los nietos visitan a sus abuelos, en ocasiones allí los dejan sus padres para estar más libres. Los más pequeños se entretienen sin estar sometidos a estrictos horarios y prohibiciones circulatorias. Los adolescentes y jóvenes cultivan nuevas amistades o reafirman las existentes, quizás descubren amores fugaces. La noche los aproxima a las pandillas, en donde han de evitar flirteos con la droga (los pueblos ya no son lo que eran) y los peligros de la conducción inexperta por buscar en otros lugares el ambiente festivo que quizás ya tienen en el suyo.

Las fiestas patronales son el momento álgido del veraneo rural. El pregonero, casi siempre un oriundo que destacó fuera, prepara un meditado discurso que le remueve emociones. Se desgañita para hacerse entender en la plaza o en el pabellón, que ya casi todos los pueblos tienen. Casi nadie lo escucha porque los saludos y reencuentros entretienen a los asistentes, tras largo tiempo sin verse. El pregón es un momento especial porque reúne a todos con las emociones intactas, queda la fiesta entera por delante. Caras olvidadas, parecidos físicos que ayudan a situar a la gente por la pinta de la familia. La procesión del día siguiente es un poco diferente a la de antaño. Los hombres perdieron las etiquetas; el traje y la corbata desaparecieron de la mejor muda. Menos mal que algunas mujeres todavía proclaman con sus elegantes vestidos el renacer festivo. La peana y las banderas aún relucen pero en la comitiva faltan niños y jóvenes, porque ya hay pocos en el pueblo o porque viven la espiritualidad de otra forma, alguien diría que menos forzada o, quizás, no tan condicionada por la vida cíclica. Porque la fiesta suponía el agradecimiento por los frutos de la vida casi siempre a la patrona, una virgen y madre bondadosa, o al patrón, menos veces porque los hombres, aunque sean santos, ya se sabe que son más terrenales y su magnetismo no se puede comparar con la figura femenina. Las comidas suculentas sirven para reforzar afectos pero ahora evocan menos los sabores antiguos, como cuando el capón o el ternasco al horno, por ser extraordinarios, resolvían los deleites festivos. Ahora el banquete es más universal, quizás un rancho, aunque los entremeses resisten el paso del tiempo. El vino denso perdió el protagonismo a favor de los caldos elaborados, seguro que de denominaciones de origen próximas.

Los pueblos aún están de moda; muchas familias remozaron sus antiguas casas. Miguel Delibes, que soportó más de un desdén cuando llegó de estudiante a la ciudad por “llevar el pueblo en la cara”, diría que “son un don de Dios”. Dicen que ahora desaparecerán con la nueva normativa que deshumaniza los servicios vitales de los ayuntamientos, esos que se prestan con el corazón. Los pocos vecinos que quedan partirán en su busca y los pueblos se despoblarán del todo, como muchos ya hicieron hace 50 años. ¿Se acabarán quizá los idílicos veraneos?

  • Publicado el 6 de agosto de 2013, cuando los pueblos de España se llenaban de visitantes y celebraban con festejos que la vida renacía, al menos por unos días.

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