La palabra latina que los identifica designaba un pañuelo sobre el que se podía dibujar un plano. Los intentos de entender el mundo, acreditado o imaginado, y de aprehenderlo mediante símbolos vienen de antiguo; los babilonios hace casi 4000 años y los griegos posteriormente se ocuparon de plasmar en una lámina el mundo conocido. Sin embargo, sus dibujos tenían demasiada imaginación pues apenas utilizaban medidas cartográficas. En cierta manera, todos los mapas, hasta los más científicos, implican cierto grado de invención. Líneas y colores sirven a sus autores para dar forma a resúmenes y localizaciones del espacio; a los demás nos guían para encontrar lo buscado o descubrir lo recóndito.
El griego Tolomeo puso las bases de la cartografía occidental pero sus anotaciones, a pesar de sus cuidados, llevaban implícitos errores y así siguieron hasta que los delineantes renacentistas y las exploraciones marítimas –con el soporte de la brújula– ayudaron a reconocer un mundo que cada vez se hacía más grande. En realidad, los dibujos en plano son una manera de relatar o inventarse historias –los antiguos rellenaban con animales los espacios en blanco– como aquella que nació cuando un sacerdote alemán llamado Martin Waldesemüller colocó en 1507 la palabra América por primera vez en una representación y así se quedó para siempre para designar a un continente que en realidad son dos pegados hace más de diez millones de años. Pero llegó Mercator y se empeñó en montar globos terráqueos hace unos 550 años: nacieron los planisferios, que siempre distorsionan el espacio pues es difícil poner en plano lo que contiene una superficie esférica. Por eso, los mapas que todos hemos utilizado sobredimensionan el hemisferio norte –sorprende lo enorme que aparece Groenlandia– y reducen la superficie del sur; son una apariencia de la forma geoide de la Tierra y colocan Europa en el centro del mapa (sic). Menos mal que la proyección Gall-Peters redimensionó las tierras emergidas y le dio a África una representación más acorde con su superficie real. Con el tiempo, llegó Internet y todo cambió: las dimensiones, la escala, el espacio, los símbolos, etc.; con los variados buscadores –Google Maps se ha comprometido a eliminar casi del todo las falsas dimensiones– aumentó la posibilidad de volar, conocer el mundo sin moverse de casa y fantasear.
Las cartografías modernas no se limitan a lo físico o político, como antiguamente. Nos hablan de espacios vivos: los desafíos norte-sur y la pobreza, los países más afectados por el cambio climático, las rutas migratorias, la distribución de la población mundial, las servidumbres económicas, la población anciana en el mundo –ahí destaca Japón, los 22 siguientes países de la lista son europeos, España entre ellos– y otros muchos gráficos que nos ayudan a adivinar el futuro. Hace unos días nos impactó uno que vimos publicado en el último informe de la ONU sobre previsiones demográficas, “The World Population Prospects: The 2017 Revision “, que si queremos nos lleva hasta 2090. El continente negro, en conjunto, será el que más crezca, pues la alta tasa de fertilidad se mantendrá varias décadas. Sus proyecciones demográficas no son muy diferentes a las que avanza el Banco de España sobre las presiones migratorias para Europa en 2050. De ellas se deduce que si combinamos la población anciana de aquí –con incógnitas sobre sus pensiones y el sistema de salud– con las migraciones de allá –cada vez más necesarias– no resulta atrevido pensar que las sociedades europeas van a cambiar mucho, que podemos aventurar un continente euroafricano.
Durante el mes de enero estuvo abierta en la Biblioteca Nacional la magnífica exposición “Cartografías de lo desconocido”. Su comisario, Juan Pimentel, afirmaba que los mapas son artefactos cargados de poder pues todos tienen una intencionalidad, ocultan o descubren tesoros. Las imágenes, que conectan con la geografía de las emociones, deben incentivar la imaginación. Una simple analogía con lo ya conocido nos hace ver que son necesarias políticas globales que preparen el futuro, que se basará en la convivencia y en los intercambios entre demografía y bienestar (no desarrollo), sin olvidar que ambas tienen dimensión universal; de otra forma el mundo resultante no cabrá en un mapa.
- Publicado en Heraldo de Aragón el día 6 de marzo de 2018, pág. 23.