El presente se hace incomprensible, casi traicionero. Esto le ha ocurrido a mucha gente a la cual la cosa política le resultaba lejana; pero ha despertado de pronto tras la crisis catalana. Por eso, ha acudido a la memoria en busca de claves para entender lo que sucede hoy. Ha indagado en ella y ha recordado pasados convulsos de guerras civiles, de los cuales había perdido muchos matices. Explora el pasado cercano, el que se construyó entre todos tras la caída de la Dictadura. Esa penúltima memoria la reconforta porque llega envuelta en democracia, aunque sea con altibajos. Anhela el comienzo del siglo XXI, escrito bajo el signo de la esperanza: casi todos éramos ricos y sabíamos convivir; Europa aparecía como un espejo en donde se reflejaba España, un concierto de consolidadas relaciones entre los territorios y sus habitantes. Esa indeterminada gente detiene su mirada hace diez años; no adivina signos claros de que la crisis de convivencia territorial iba a ser del tamaño de la presente. Rebusca un poco los últimos tiempos y se da cuenta de que ninguna de las dos partes que ahora contiende está libre de errores.
Mira a su alrededor y observa que las banderas han venido a sustituir a la distraída memoria en la calle, en los balcones; tanto que inundan las redes sociales y hay quien las porta en su ropa o adornos. Piensa que si se emplean bien servirán para reconocer una pertenencia o incluso reconfortarán a quienes las exhiban con dignidad, aunque a ella no le haga falta enarbolarlas. Barrunta que estos días los millones de banderas rojigualdas han sido usadas a veces para marcar fronteras o como estandarte lanceolado que se exhibe frente a los diferentes, como en las batallas de épocas ya lejanas. Se dice a sí misma: malo si los colores de la bandera –con más o menos superficie y divisiones- identifican solo nuestra ancestral historia y separan más que unen; seguro que desteñirán la vida colectiva, muy necesitada de contención y diálogo tanto en ámbitos reducidos como en grandes expresiones.
Duda si se han utilizado consignas basadas en relatos falseados para mover las concentraciones masivas del independentismo. En esas, como en otras muchas de las semanas pasadas, aprecia que su efecto real se mide de diversas maneras, psicológicas e identitarias, no en números. Observa que incluso los catalanes callados han hablado. Le preocupa que en estos días bastantes personas pretendan afirmar la propia identidad molestando e increpando a otros. Se desanima un poco, pues el lenguaje torcido está presente en una parte de los políticos de aquí y de allá cuando salen a revolver el escaparate mediático que tanto poder tiene. Se inquieta por la gente que hace suyo ese estilo sin preguntarse si la verdad y la razón lo sostienen. No alcanza a ver qué puede acontecer tras la declaración de la independencia diferida; escenificada en continuos esperpentos en un teatro del absurdo; estima con respeto. No le redujo la zozobra el mensaje de una ilustración de El Roto: “Los cauces se secan y las calles se desbordan, un mal clima”.
Esa gente vive en España y en Cataluña. Opina que estos críticos momentos, adobados con miedos y odios, exigen mesura a raudales. Por eso invita a quienes la escuchan a hacer un esfuerzo por ver la vida sin maximalismos; razonándoles que mirar con rencor a los diferentes no sirve para nada, que cuando buceen en las redes sociales o se acerquen a un movimiento social o político lo hagan con una meditada responsabilidad. Lo aplica en su familia, pues sabe con seguridad que los hijos aprecian sentimientos y ven comportamientos, aprenden de lo bueno y de lo malo. Defiende que, a pesar de todas las dificultades, hay que empeñarse ya en (re)hacer lo (im)posible, que siempre es mejor un “lo pensaré” que una trifulca. Tiene miedo, como en el poema de Pablo Neruda, de que la tarde sea gris, de que no haya oído en la vastedad del vacío que oiga las quejas tristes, de que el universo colectivo muera en una lenta agonía, con sus estrellas rotas. En fin, querría pedir a los políticos de Cataluña y España que eviten que lo que empezó mal acabe mucho peor, pues teme que entonces ni siquiera las banderas sirvan para refugiarse tras ellas ni enjugar las lágrimas; tampoco a ella ni a esa otra gente que había enarbolado la blanca.
- Publicado en Heraldo de Aragón el 17 de octubre de 2017, cuando Cataluña revolvía esencias y existencias.