El verano nos esconde las prisas, como si quisiera simular que la vida no tiene tiempos, que estos son un invento de cada uno de nosotros. La estación luminosa nos invita a vaciar las poblaciones y disfrutar de la naturaleza. Nosotros, ávidos por escapar de la monotonía, buscamos allí la pureza que desde la ciudad soñamos; acaso también recuperar un poco de protagonismo, si puede ser, en la abigarrada soledad del inmenso paisaje. Durante el resto del año, somos espíritus solitarios, confundidos en la paradoja de vivir todos juntos y a la vez encerrados en nosotros mismos. Toca recuperar el soplo viajero que llevamos dentro y volver a rellenar los ojos y el pensamiento con imágenes de paisajes naturales, que también son productos culturales, pues con ellos hemos establecido relaciones amistosas.
Una vez en la naturaleza, enseguida esta nos contraría. Nos presenta un complejo muestrario de vida y cosas, sin más. Salvo la salida y la puesta de sol, nada allí está regulado. Es lenta, frente a nuestra acelerada existencia; plena de libertades para todos los seres, que en realidad están condicionados por los ritmos de los otros. El morir o vivir de tal o cual especie sucede sin más preámbulos, no se acostumbra a maldecir la negligencia de los individuos que no supieron adaptarse a los nuevos tiempos o climas. Las cosas son como son: cada una tiene sus consecuencias y ninguna surgirá o cambiará en vano, por más que a menudo no entendamos sus devaneos. En consecuencia, no es un lugar para visitar sino para vivirlo. Los detalles (abarcarla toda es imposible) se aprecian mejor con las suelas de los zapatos que con las ruedas del coche. Una vez dentro de ella estallan los colores, el aire se vuelve inodoro por diferente y compiten cantos con silencios abruptos; parece como si alguien nos estuviera observando. Si nos dejamos llevar, la naturaleza se convierte en una reivindicación de lo a menudo deseado, por tenerlo ausente. No se aconseja imitarla o dominarla, porque podemos interferir tanto que luego resulte imposible curar las heridas causadas.
Aunque muchas veces nos la han pintado de verde, se interpreta con los colores del espíritu que anidan en nuestra imaginación. La diferente percepción no depende únicamente del estado de ánimo; la naturaleza responde a la luz y la devuelve transformada en calores y colores diversos. Nunca está como la última vez y la siguiente será otra. Cuando el estío rebrota tiñe de amarillo toda la naturaleza de Aragón; en esos momentos parece una sola por su armonía. En la tierra se escribe poesía que nosotros podremos apreciar tanto en la grandiosidad del paisaje pirenaico o los rojizos roquedos turolenses como en pequeños detalles de la efímera amapola que fue la novia del campo, el vuelo de la abubilla viajera, la algarabía de los pájaros mañaneros, la huida de la lagartija y el sonido avisador de la chicharra cuando el calor aprieta.
La aventura resulta bien siempre, aunque se haya individualizado. Mejor si se vive en una buena compañía; escueta, porque la multitud desdibuja el disfrute de los sentidos. Así se componen iconografías que no admiten el olvido, pero que rara vez se recuerdan tal cual fueron tomadas. Porque la naturaleza –aunque ahora esté ya casi completamente humanizada– no es una sino muchas y entre ellas pujan por ocupar la primera posición. Además de las estampas verdes, montañosas o playeras existe el paisaje mediterráneo o la estepa –casi siempre barnizados de amarillos, cenicientos y ocres–, más ricos en su aparente humildad. Allí, sin protagonistas presuntuosos, cuando la tierra ya no arde, asombra la sencillez de lo pequeño y la luna –bandeja de plata en la vitrina del cielo– es más luna. Uno nunca se siente solo ya que, si sabe percibir, cuenta más lo latente –que es mucho- que lo patente.
Cuando muere el verano toca recogernos. Terminaron los ciclos vitales de muchas plantas y animales; nosotros empezaremos uno nuevo. Allá vamos, a la rutina, al invento de lo cotidiano, eso que tan bien hace la naturaleza y tanto nos pesa a nosotros. Pero nos llevamos las confidencias del paisaje; nos mantendrán despiertos las añoranzas, porque todos somos fragancias y ritmos de la naturaleza. Si nos olvidamos, los vientos nos traerán sus ecos. Si no, a esperar al verano siguiente.
- Publicado en Heraldo de Aragón, pág. 29, el 8 de agosto de 2017