El misterio los enturbió desde que Perrault y los hermanos Grimm los llenaron de peligros, como si la masa boscosa –allá donde el sigilo se escribe con sombras y marañas– tuviese que ser inhóspita y solo albergase alimañas. Esa leyenda los acompañó siempre y con el tiempo se hizo historia. Debió ser por eso que a lo largo de los siglos se cometieron toda serie de tropelías contra ellos: talas abusivas, incendios y cosas por el estilo. Los bosques han debido sentir el abandono. Así siguen en demasiados lugares, a pesar de que allá por 1873 se publicó Wood’stown. Alphonse Daudet habla en este cuento fantástico de una ciudad hecha por los hombres con madera robada a un bosque cercano. Un comienzo de verano, en represalia, el bosque-ciudad reverdece y recupera el espacio perdido, llevándose por delante todas las edificaciones. Este alegato, claramente ecologista, no caló en la cultura; habría que esperar cien años para que brotase algo parecido. Hoy sí que podemos afirmar que los bosques son queridos, si bien en muchos lugares y momentos ese amor se disimule.
La superficie forestal arbolada en España ocupa más de 18 millones de hectáreas, un 33 % más que hace 25 años. Claro que este crecimiento no se ha debido únicamente al atractivo ecológico, sino que intereses comerciales repobladores así como el abandono de las tierras dedicadas al cultivo y al pastoreo en el medio rural han hecho que el bosque actual, más degradado que el primitivo, recuperara parte de su sitio, de forma menos cruenta que en el cuento. Huelga decir que los bosques proporcionan recursos forestales y contribuyen a los ciclos globales del carbono, guardan la biodiversidad protegiendo la flora y la fauna que en ellos interacciona, tienen funciones hidrológicas y protectoras de los suelos y además contribuyen a la economía de la zona en la que se enclavan. Así pues, conservarlos y mejorarlos es una muestra de inteligencia social que no se observa de manera unánime; mientras crecen en unos lugares, en otros se talan con intereses especulativos y dejan suelos proclives a la erosión y a la escorrentía salvaje que se lleva por delante propiedades y vidas cuando las precipitaciones son cuantiosas.
Los paisajes boscosos potenciales, de los que tanto nos enseñó Pedro Monserrat, ocupan minúsculos espacios. El resto de los bosques españoles ganan terreno pero pierden calidad; no todo es de color verde esperanza. En realidad están desatendidos: poco más de una décima parte de ellos, tanto en España como en Aragón, cuenta con planes de gestión. Incluso el 70 % de los bosques protegidos –muchos de los 27 encuadrados en la Red Natura 2000, de la que las administraciones estatal y autonómica se sienten tan ufanas– se encuentra en un estado de conservación inadecuado o, directamente, malo, con una salud muy mermada por la actividad humana. Lo dicen tanto las ONG como organismos internacionales.
No basta congratularnos diciendo que estamos a la cabeza de la UE en superficie forestal (el 55 % de un territorio de 50 millones de hectáreas); la realmente arbolada apenas superaría la tercera parte. La anterior Ley de Montes exigía una actuación más rigurosa: los propietarios públicos y privados debían redactar planes de ordenación y gestión. Ahora, estas obligaciones se pueden demorar hasta el año 2040. De poco sirve que se haga un Inventario Forestal Nacional cada diez años. Sin estudios rigurosos los bosques están en peligro permanente por la especulación y los incendios. Ahora pesa sobre ellos la amenaza del cambio climático: las previsibles sequías tendrán perturbadores efectos en su pervivencia. Una parte de las repoblaciones han originado bosques uniformes –con el resistente pino preferentemente–; es allí donde se ceban el 60 % de los incendios. Es urgente tomar medidas para su recuperación y devolver la libertad a la naturaleza para que los rehaga, a pesar de que su valor a precio de mercado no sea rentable económicamente. Por cierto, el Gobierno ha incumplido la obligación legal de revisar el Plan Nacional Forestal, caducado en 2012, que entre otras cosas afecta a la protección natural, la explotación sostenible, el freno a la desertificación o el uso recreativo de los montes. Los bosques temen los destrozos del desamparo; llega el verano y todos tiemblan de miedo.
*Publicado en Heraldo de Aragón el 27 de junio de 2017, en la página 23.