Cuando Mario Benedetti escribía el poema “Tiempo sin tiempo” estaba poniendo palabras a la aceleración existencial que hoy nos invade a todos. Es tanta que el tiempo se ha convertido para demasiadas personas en una vestimenta que siempre sienta mal. Muchas veces lo consideran corto y se desesperan por ello, pero si al día siguiente les sobra no saben qué hacer con él. La falta de tiempo la sienten tanto quienes ocupan los lugares más insignes en el entramado social como los que ni siquiera figuran en las estadísticas (que son los nuevos relojes del tiempo). Los primeros la emplean para justificar su imposibilidad de resolver todos los asuntos que tienen entre manos. Mientras, los segundos ven que su tiempo se termina sin encontrar remedio a casi ninguno de sus males. Menos mal que tenemos los tiempos verbales para programar nuestras vidas. Se dice que el pasado siempre precede al presente, que es donde comienza el futuro. Pero vivir cada día tiene mucho de condicional y de subjuntivo. No es lo mismo conjugar la vida propia que reconocer la de los otros sujetos: desde el tú al ellos. Organizamos nuestros días abriendo y cerrando la puerta al tiempo, que entra a veces por rendijas, que no deja llegar su luz de la misma manera a todos. A menudo nos comemos tanto tiempo que se lo hurtamos a las generaciones futuras, por eso su discurrir necesita una atención más íntima.
Decía el poeta uruguayo que la vida se nos alegra con los tiempos de colores. La naturaleza exhibe un verde esplendoroso pero parece que ahora torna en gris. Desde 1980 (el momento de ruptura del equilibrio consumo/regeneración) gastamos los recursos naturales a una velocidad muy superior a la que la naturaleza invierte en regenerarlos, producimos muchos más desechos de lo que puede degradar. Además, el aire pasó de incoloro a negruzco en pocos años, y costará limpiarlo porque los niveles de contaminación actual son los mayores que se han visto nunca. Cada vez tendremos más dificultades para detener el tiempo del cambio climático. Porque en este asunto, como en casi todos los de génesis global, la cadencia de los problemas discurre más rápido que la de las soluciones. Corremos el riesgo de convertirnos en guardianes de los recuerdos sobre la naturaleza y las sociedades ecológicas.
Queremos construir de forma perfecta nuestro tiempo pero su falta nos limita libertades y oportunidades. Lo necesitaríamos para disfrutar de nuestra vida, para investigar el origen de las situaciones de tristeza, para ayudar a los demás a encontrar su tiempo, para reparar los relojes del futuro. Si es cierto que la naturaleza se acaba porque se le desbarata el orden de las estaciones, como a nosotros la solidez de los días, habremos de darnos prisa en socorrerla porque ni ella ni la sociedad tienen todo el tiempo del mundo.
Porque se han alterado tantas cosas en el engranaje socioecológico que el futuro se nos ha hecho casi invisible, porque no sabemos qué nos espera. El presente, que veíamos pasar en relojes de arena, se nos abrevia porque no acertamos a medirlo ni con los artilugios electrónicos que usamos. Para encontrarlo solo nos queda la búsqueda urgente de momentos en lo personal y social. Necesitan hacerlo los jóvenes, sin un minuto para comprender cada instante que viven y crecer con él. También los adultos, cada vez más acosados por las incógnitas laborales y existenciales. Los jubilados quisieran parar el tiempo, o más bien la maquinaria que lo mide porque, en realidad, el tiempo lo construye cada uno. Tanto unos como otros memorizaron en la escuela los pretéritos, pero no logran ajustar los imperfectos y menos los indefinidos, incluso dudan de la contundencia de los perfectos. En esta civilización acelerada cuesta encontrar el tiempo en el que conjugar el porvenir del mundo actual, ese que se basaba en la seguridad del futuro, que ahora se ha convertido en inminente. Seguro que habrá que construirlo con métodos alternativos a los que nos han llevado a odiar el malgastado presente. Benedetti nos diría que “precisamos, o sea necesitamos, digamos nos hace falta tiempo sin tiempo”, para conciliarlo con los otros, para reducir al mínimo el riesgo de conjugar en condicional o en subjuntivo; también para evitar vivir despidiéndonos siempre, como se lamentaba el poeta Rainer Rilke.
- Publicado el 16 de julio de 2013. Los destrozos sociales aumentaban en la España de la crisis. Los políticos no sabían conjugar la situación.