La vida se nos hace cada vez más compleja. Apenas sin darnos cuenta, se nos ha ido debilitando el valor de comunidad, ese que nos ayudaba a superar buena parte de los embates que el tiempo traía. Despertamos de la Dictadura con un conjunto de agarraderos éticos o de convivencia, que nos procuraban las entidades o administraciones, acaso algunas ideologías. Eran momentos en los que se configuraba la España de las autonomías, de los ayuntamientos democráticos. Los gobernantes, más cercanos, daban a entender que habían llegado a acuerdos para diseñar políticas, en el sentido social de la palabra; nos orgullecía pertenecer a un colectivo. Unos años después entramos en la Comunidad Europea. Vimos en ella la democracia consolidada, la libertad y la protección de los ciudadanos. Mejoraron bastantes cosas y creímos que íbamos a ser dueños de nuestras vidas. Al poco tiempo se propagaba que el progreso era inherente a la condición humana, que podía beneficiar a todo el mundo. Aquel bello proyecto de comunidad mutó a Unión; un mal presagio. No tardaron en llegar algunas decepciones y caérsenos el mito.
Poco a poco advertimos que los acuerdos éticos, que en tiempos nos subyugaron, pasaron a ser temporales y se incumplían, sin que casi nadie de los que mandaban nos diese las oportunas explicaciones que nos ayudasen a diferenciar lo que había de cierto en el proyecto común. Fue más o menos en 2007 cuando empezó el colapso social. El batacazo amargo alcanzó también a lo que podríamos llamar clase media, la empujó hacia la precariedad. De allí surgieron muchos descontentos, que se individualizaron en su protesta contra una sociedad que los había abandonado. Algunas de las primitivas certezas generales –no se sabe cuándo volverán a serlo– se tambalearon. ¡Qué pena! Habíamos dado por descontado que la mayor parte de las personas, hombres y mujeres, iba a tener trabajo siempre, con sus necesidades básicas bien cubiertas, y así podría gestionar mejor la libertad. Comprobamos, como dijo Tzvetan Todorov, que las sociedades las forman grupos contradictorios, difíciles de consolar al unísono.
En eso estábamos cuando llegaron las redes sociales y nos distrajeron un poco del sufrimiento. Su generalización daba una sensación de libertad, bien sabemos ahora que disfrazada. Disponer del último dispositivo electrónico devolvió a la gente momentos de felicidad olvidados. Algunos se agarraron a ellas pensando que así ampliaban su participación en el necesario debate público y hacían comunidad. Pero enseguida las redes –que nos vigilan y todo lo saben– se convirtieron en una especie de trampa que atrapa; incluso la particularidad de pensamiento que nos vendieron se distorsiona, porque estar presente permanentemente en el escaparate público implica correr el riesgo de confundir la apariencia con la esencia. Por otra parte, bastante gente se refugió en ellas en exceso, como si quisiera escucharse a sí misma, lo que la llevó a expandir su individualidad.
Además, hoy nos desorientan nuestros jefes, ídolos e incluso ideólogos, porque hablan mucho de sí mismos y menos de nuestras necesidades. Nos da la impresión de que, en su conjunto, son ineficaces para ocuparse de varios menesteres éticos. Parte de los políticos se despistan dentro de sus cuitas, algunos se adornan de manchas de corrupción o protagonizan escándalos, incluso dilapidan el dinero público, que tanta falta hacía para remendar los efectos de la crisis en las personas; entre unos y otros nos hacen perder la idea de colectividad. Así, no es extraño que la desconfianza en las instituciones democráticas o los líderes se extienda cada vez a más gente –lo dicen las encuestas del CIS– y eso no es bueno en una comunidad. Se dice que lo peor de un sistema democrático es que no cumpla sus promesas. El nuestro –cercano o desde Madrid o Bruselas– lo hace en bastantes ocasiones y sin explicarnos de forma adecuada si se debe a determinadas limitaciones o a proyectos mal gestionados. Por eso es normal –y peligroso– que aumente el individualismo enfadado, por eso es más urgente que nunca fomentar el diálogo para hacer comunidad, aquí, en España y en la convulsa Europa. Pero dialogar es hablar con gente que no piensa como uno mismo y llegar a acuerdos, aunque sepamos que la sociedad siempre será imperfecta.
- Publicado en Heraldo de Aragón el 16 de mayo de 2017