Las sociedades tuvieron durante mucho tiempo distintivos de comportamiento poco elaborados: la competición por lograr una posición dentro del grupo o por la comida establecía sus normas de convivencia. Alcanzaron su madurez cuando organizaron una vida colaborativa, a través de una serie de servicios públicos que compensaban en parte las diferencias individuales y las carencias sociales. Al principio, algunos hospitales y escuelas tuvieron un carácter de beneficencia para socorrer a los pobres y se convirtieron en los escenarios en donde se mostraba una parte de la grandeza solidaria. Hoy nuestra sociedad lleva la sanidad y la enseñanza gratuitas en su ADN, como algo propio de la justicia universal. Por eso, cuando se ve peligrar su esencia redistribuidora y la calidad de su servicio público hay voces que claman por ellas.
En estos tiempos de penurias sociales resplandecen todavía más las personas que mueven los servicios públicos cada día, que hacen de la prestación a los demás la razón de su existencia, aunque este ofrecimiento se desempeñe en forma de trabajo remunerado. Todos los trabajadores son importantes por las tareas diversas que desarrollan, pero más si cabe quienes ayudan a cultivar sentimientos. Ahora que los gobiernos descuidan lo público, todavía lucen más los compromisos de quienes atienden los dos servicios sociales más universales: la educación y la sanidad. Al trabajo bien hecho añaden la búsqueda del tratamiento personalizado a quienes enferman o a aquellos que encuentran dificultades para aprender. La mayoría de los sanitarios y educadores ponen corazón y afecto en el trato con las personas, esas mismas que la administración solo ve como números de una lista interminable. Sus llamadas de alerta actuales son la expresión del temor a perder la excelencia del servicio que habían logrado en sus trabajos.
Las batas blancas de las escuelas y hospitales imprimen esa conciencia de servicio público a quienes las portan, que merecen el reconocimiento social. Siempre sucede así pero todavía más si esas escuelas atienden a los sectores desfavorecidos, o si los servicios hospitalarios acogen a niños y jóvenes. No se puede trabajar con indiferencia en esos lugares porque se aprecia el estado de necesidad afectiva. Una mirada cómplice siempre reconforta a un niño; si es en un hospital atempera el dolor y el sufrimiento. A veces, a los niños y jóvenes les llega de forma apresurada la enfermedad. Hospital y escuela se suceden en su vida de forma agitada. Es duro, porque ser joven y estar enfermo supone madurar demasiado deprisa. Todo sorprende en ellos: aprenden tanta fisiología en sus cuerpos que podrían conversar con Hipócrates. Su manera de ver la enfermedad, su convivir diario y su percepción del tiempo son retazos de una enciclopedia de la vida que nos asombra a quienes convivimos con ellos, sanitarios y profesores. Por su grandeza personal, no cuesta añadir al bien hacer profesional un plus de cariño, una dedicación que quizás no se pueda mantener si cada vez los servidores públicos son menos o sus tareas aumentan.
En este momento, muchos jóvenes de fábula a la hora de combatir su enfermedad intentan que el dolor no trastoque su vida en sufrimiento. Compaginan con esfuerzo sus tareas escolares en el instituto con sus deberes de salud. Les ayudan sus familias, que saben gestionar como nadie amarguras e inquietudes y no se lamentan de las oportunidades perdidas, aunque parezca humanamente incomprensible. Su contacto diario nos enriquece a quienes los tenemos de alumnos.
A veces, el desinterés por lo colectivo nos oscurece estos asuntos, que hemos trasladado absolutamente a cuestiones individuales. No podemos permitir que la constricción de lo público se incruste en nuestra existencia cotidiana. Abandonemos el silencio cómplice y evitemos que el desánimo actual se nos trueque en desesperación. La acción personal de los afectados es imprescindible pero insuficiente. Hay que hacer una apuesta colectiva para que todos los niños y jóvenes dispongan siempre de atención sanitaria y educativa gratuitas y de la mejor calidad, esos serán nuestros horizontes de grandeza moral. ¿Acaso no lo merecen?
- Publicado el 11 de diciembre de 2012. Por aquellos días, Alicia y Mario luchaban contra la enfermedad y no descuidaban su tarea de estudiantes. La primera estaba otra vez ingresada en el hospital por su pancreatitis y el segundo seguía su dura rehabilitación de la maltrecha cadera por el tumor. Dos años después la lucha continúa y se han ganado muchas batallas.