Jóvenes consumistas estilosos

Desde que nacemos, todos los acontecimientos que nos suceden están íntimamente vinculados entre sí, enganchados a la locomotora de la vida. En esta sociedad mutante de comienzos del siglo XXI, el consumo hace de fuerza motriz. Lo mismo a escala personal, donde tiene una función ambivalente -vivimos porque consumimos y consumimos porque vivimos-, que a escala global, ya que es uno de los vectores que vertebran el funcionamiento de la sociedad y a la vez constituye una de las principales causas del drástico deterioro de las relaciones sociales y ecológicas.

En realidad, el consumo tiene su razón de ser en unas estructuras productivas basadas en incentivos económicos y alimentadas con experiencias de uso. Estas inercias conviven con dinámicas culturales impulsadas por las modas, que tienen un evidente carácter imitativo. El valor que le damos a lo que consumimos y la felicidad que nos procura tienen una dosis elevada de práctica social y una parte de experiencia individual, que no todos administramos de la misma manera.

El consumo de los niños y jóvenes, sobre todo el no alimentario, lo mueve hoy la mercadotecnia. Los eslóganes de las campañas explotan el hecho de que cuando se porta un estilo, en forma de ropa o complementos, lo que se desea es atraer con la imagen, al margen de sentirse cómodo o gratificarse personalmente. En revistas juveniles se pueden leer mensajes como: cosmética de empollona, accesorios electrónicos para perder la cabeza, cremas prodigiosas que hacen adelgazar. En realidad, la moda es una paradoja, pues se busca la singularidad y al final se va uniformado. Los creativos de las marcas consiguen que los códigos del camuflaje igualen a nuestros jóvenes. Así, todos están enchufados a “los confesionarios electrónicos”, a las series televisivas “multiafectivas o destructivas”, etc. Puesto que en la adolescencia no es extraño que reine el claroscuro entre lo privado y el teatro social, el porvenir de los grandes focos comerciales está asegurado.

La tragedia de Bangladesh (el textil supone allí el 80% de las exportaciones) es solo una muestra de las cárceles laborales (trabajan por sueldos de miseria muchos jóvenes y mujeres) donde se fabrica la ropa que permite a nuestros vástagos ser consumidores estilosos. Solo este suceso, que se ha llevado por delante más de mil vidas, nos debería hacer ver que hoy es más urgente que nunca una reorientación del consumo en clave de sostenibilidad. Dicen que una camiseta por la que pagamos 20 euros aquí, tiene unos costes laborales de 2 céntimos allí. Ahora varias marcas de ropa famosas dicen que van a respetar ciertos códigos éticos.

Parece que nadie en España (ni siquiera las familias o los gobiernos) se plantea de verdad que habría que educar de distinta manera a nuestros jóvenes para que eviten el papel cegador que las grandes marcas ejercen. Quizás debamos demostrar a nuestros hijos la responsabilidad de las grandes marcas en la explotación de los más pobres de los países pobres; sin duda habrá que explicarles con detalle en qué consiste el costo social de los artilugios electrónicos, de la ropa que ellos portan alegremente. Habrá que animarles a que encuentren significado al Día Mundial del Comercio Justo que acaba de celebrarse el 12 de mayo, a que conozcan las campañas “Ropa Limpia” de la Federación Setem o “Ropa sin remordimientos” de Avaaz y participen en ellas. Tampoco estaría de más procurarles el informe “Cambio Global en España 2020/50. Consumo y estilos de vida”, en el que se plantea el uso social del consumo en relación con el bienestar para, desde esa advertencia, tratar de encontrar caminos (regulación e instrumentos económicos, vigilancia internacional, políticas culturales y educativas, iniciativas ciudadanas) hacia la modificación de los malos hábitos.

El sabio diría que cada vez nos hacemos más cautivos de las desnudeces de la vida. Mientras así sea no nos enteraremos de los impactos ambientales que genera el consumo ni de la inequidad social que casi siempre lleva pareja. Para evitarlo habremos de educarnos de forma colectiva en las ventajas globales de un consumo sostenible, aunque sea menos estiloso.

  • Publicado el 21 de mayo de 2013. Una semana después de la catástrofe del «Rana Plaza» de Dacca, el gobierno de Bangladés anunciaba el cierre de 300 empresas textiles por falta de seguridad. Al tiempo, las marcas H&M, Inditex, El Corte Inglés, Benetton, etc., se comprometían a firmar un compromiso que «complementara el sistema de auditorías que ya se desarrollaba en la industria textil».

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