El año 2017 se nos presenta con toda una serie de compromisos éticos globales: hacer una sociedad mundial y próxima más justa, acabar con los conflictos bélicos, protegernos de los populismos y extremismos, etc., y el gran reto del cambio climático. Ante este último hecho, constatable de manera empírica por cada uno de nosotros y con datos científicos suficientemente fundamentados –que algunos mandatarios despreciaron y otros minusvaloran todavía, como el negacionista Trump, solo cabe una acción concertada para adaptarnos a las circunstancias o intentar cambiarlas. No se trata únicamente de que los municipios garanticen la calidad del aire para cuidar la salud –la OMS avisa de la superación casi continua de niveles máximos en óxidos y partículas- sino que el Gobierno de España debe poner en marcha una serie de acciones con unos plazos muy marcados en los calendarios internacionales: 2020, 2030, 2050, 2100 y el infinito futuro.
Los acuerdos de París de diciembre de 2015 que proyectan los primeros resultados para 2020 entraron en vigor el 4 de noviembre pasado al ser confirmados por cerca de un centenar de países (China y EE.UU. incluidos, España lo acaba de hacer). Esta rapidez a la hora de comprometerse, inusual cuando se trata de acuerdos internacionales, muestra una creciente preocupación en todo el mundo por las consecuencias que acarrea el cambio climático en forma de alteraciones meteorológicas o afecciones sociales de distinto tipo –incluidas las económicas, que en España suponen cada año el 2,9% del PIB-. Aunque cada país debe ejecutar sus proyectos, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) apremia el recorte de las emisiones un 25% porque si no la temperatura global se habrá incrementado en 2030 entre 2,9 y 3,4 ºC. La previsión para 2100 recogida en los acuerdos de París la situaba unos 2º C por encima de la que habría en la época preindustrial.
Conseguir este reto exige variadas actuaciones en el marco de una urgente Ley de cambio climático y transición energética. Hay que mejorar el transporte global –tanto de mercancías como de personas- para que sea menos contaminante. El Gobierno debe incentivar la compra de vehículos híbridos y eléctricos, anulando las ayudas a los otros. Hay que conseguir que en 2030 se haya eliminado el carbón para generar energía eléctrica, que conllevará el descenso de emisiones de CO2, óxidos de azufre y nitrógeno y partículas, cuyos niveles máximos recogidos en la norma europea de 2010 se incumplen. Eso sí, garantizando la viabilidad económica y social de las actuales zonas nacionales productoras. Los ayuntamientos deben limitar la utilización del coche particular para el desplazamiento urbano, a la vez que se potencian los medios colectivos o la bicicleta. Frente a la actuación de oficio del Defensor del Pueblo ante la contaminación en 14 ciudades españolas, sonroja la frivolidad con la que algunos ciudadanos y políticos defienden –tras las restricciones de Madrid- la libertad de tránsito individual a pesar de la pérdida de salud colectiva que la contaminación supone.
El impulso a las energías eólica y solar -muy maltrechas con el paso del ministro Soria que las aniquiló tras algunos desmesurados incentivos socialistas- es otra acción imprescindible. Pero nos tememos que no se alcance en 2050 el compromiso de que estas supongan el 100% del total. Además, es urgente reducir el dispendio energético en la climatización de los edificios oficiales y en los hogares mediante el impulso de políticas de mejora energética y más medidas constructivas acordes. Todo es necesario para conseguir una menor dependencia energética del exterior: muy contaminante, más cara e imprevisible a la vista de los conflictos mundiales.
Y esto es solamente una parte de los efectos del cambio climático. Reducirlo es un reto plural porque la generación también lo es. Todo -las medidas del Gobierno y las acciones personales- queda enmarcado en una actuación ciudadana comprometida con la salud colectiva y del medio ambiente. Aunque nada más fuese por eso ya merece la pena intentarlo. El desafío es nuestro, porque ahora y siempre (por si alguien lo había olvidado) dependemos del clima, pero además hoy hipotecamos el que dejamos a nuestros hijos y nietos. Sepamos adaptarnos a esta cuestión.
*Publicado en Heraldo de Aragón el 7 de febrero de 2017.