Señas en la ciudad invisible

Las ciudades, cargadas de paciencia y frenesí, deben reinventarse día a día para no ser jaulas donde adultos y niños envejezcan sin disfrutar de ellas. En el libro “Las ciudades invisibles” que Ítalo Calvino publicó hace más de 40 años, un viajero relata al emperador mongol las ciudades imaginadas que encontró en su camino por el mundo. Releer de vez en cuando algún pasaje, a pesar de la distancia, ayuda a comprender algo de lo que sucede en las nuestras. Calvino se sirve de alegorías, pero teñidas de realidad posible -acaso sueños- para evitar que el entramado urbano se nos haga “invivible”. Describe urbes donde la memoria explora episodios pasados –escritos en su trazado o en sus construcciones- de los que aprender, otras se solazan en los deseos, más de una juega con los signos –a veces redundantes- que los sentidos de la gente apenas interpretan, porque intereses y necesidades vitales viajan en forma de intercambios (energéticos, comerciales, de servicios, etc.). Los habitantes y visitantes reconocen que la ciudad es cualquier cosa menos inmóvil, pues al menos expande para ellos sensaciones y recuerdos.

Aquella intención reflexiva del italiano la cumplen hoy -con múltiples estilos y matices- los medios de comunicación, que nos dan cuenta de paisajes humanos, visibles o no, tanto en el gobierno urbano como en el pulso ciudadano. Nos descubren actuaciones administrativas y dan visibilidad a lo que de otra manera se nos escaparía, absortos como estamos en resolver el día a día. Nos acercamos a los 40 años de ayuntamientos democráticos. A tenor de lo que cuentan desde hace meses los periódicos y cadenas de radio o televisión de las ciudades españolas y aragonesas –en cierta manera los pueblos repiten modelos-, en lo urbano conviven tanto deseos y memoria como proyectos y desencuentros. La falta de acuerdos en los temas más importantes (que no es algo nuevo) deja en mal lugar a la racionalidad política, que a veces muestra patologías preocupantes. La conducción de los municipios exige un cuidado acomodo de intenciones con necesidades, de fundamentalismos frente a utopías. A la vez, hay que desentrañar si los liberalismos económicos, que son parte importante del impulso municipal, no dañan a las sociedades actuales o futuras. Da la impresión de que se cruzan demasiadas palabras mientras que lo esencial -los derechos de las personas o su concertada convivencia- queda escondido.

Tiempo extraño este en el que aumentan los mensajes en las redes sociales, casi exponencialmente cada día, mostrándonos pasajes y deseos humanos, en ocasiones contradictorios, de la vida en colectividad. A pesar de eso, no nos relacionamos mejor; cunden los desapegos entre administradores y ciudadanos, incluso entre estos mismos. Se expanden verdades a medias sobre el gobierno de los ediles que parecen bastante convincentes si son repetidas. Frente a ellas, luchan la memoria y los deseos de la ciudad que amanecerá mañana con la del futuro, en la que todos deberemos seguir pensando. Porque si reducimos la existencia a palabras contrapuestas (escúchenlas en el lugar donde viven), ¿qué es una ciudad?

Hay que preguntarse cómo funcionan las cosas cuando no las estamos mirando, porque la ciudad sigue moviéndose, viviendo visiblemente o a escondidas; seguro que la gente es la pieza fundamental del sistema dinámico y sus tramas. Si queremos asegurar el día siguiente y avanzar hacia el mañana, habremos de poner en pie unas cuantas ideas simples -que están al alcance de cualquier sector de presión o poder político- y convertirlas en objetivos para proyectos y realidades: convivir como resultado de derechos y deberes ciudadanos, vivir mesuradamente para no agotar los presupuestos y las riquezas urbanas, reducir las diferencias entre quienes mandan o poseen mucho y los que apenas influyen o tienen poco, asegurarnos unos servicios públicos que atemperen las desigualdades, resolver las contradicciones que nos separan a pesar de cohabitar tan juntos y establecer en el diálogo constructivo y participativo la forma de gobierno. Estas reflexiones, hechas como curioso observador, valdrían más o menos para empezar. Miremos si así late nuestra localidad, participemos en su transformación para evitar que las señas de lo invisible le añadan aspereza a ella o a su gente.

  • Publicado en Heraldo de Aragón el 24 de enero de 2017