Comenzamos bien el milenio, parecía que las cosas iban a cambiar; escuchamos discursos sobre la imprescindible ética que contenían propósitos de enmienda. El mundo se globalizaba y eso era bueno. Europa llevaba camino de ser una sola, España marchaba hacia la rica felicidad. Naturalmente nos lo creímos, pero unos años han servido para demostrarnos que se trataba de una errata perceptiva. Estamos desorientados por haber perdido tan pronto aquella ilusión, después de haber escuchado tantos deseos y conocer los planes de mejora colectiva que se escribieron. De esta manera se trastocó la esencia verdadera de cualquier discurso socializador: todos somos uno, el uno lo formamos todos. Seguro que si hubiera una criatura universal, un alma colectiva, no querría ser así: una aburrida repetición de indecisiones y seguridades, de castigos no provocados, de deseos frustrados en múltiples regiones o países.
La esperanza renació cuando sentimos que las nuevas tecnologías habían intercomunicado al mundo por medio de redes y televisiones, pero al poco tiempo vimos que las conexiones aumentaron tanto que debilitaron las relaciones humanas. En ese momento hubo gente inquieta que se paró a pensar sobre la realidad diaria: en qué términos vemos al ciudadano del piso de al lado, al que nos atiende cuando compramos, incluso a los individuos que nos cruzamos por la calle y tienen distinta pinta o color de piel. Nos hizo ver que a poco que nos despistemos nos relacionamos en zonas equívocas, pues gestos, silencios o frases hechas irán cargados, en dosis difíciles de mezclar, bien de afecto o desprecio, reconocimiento o indiferencia, proximidad o alejamiento. Esa buena gente nos avisó de que algún prejuicio nos puede estropear la relación, de que la desconexión puede convertirse en desánimo, de que si se generaliza no es extraño que acabe en exclusión social.
Quisimos proyectar un mundo feliz pero no lo percibimos acabado, tampoco en España. Pese a la puesta en marcha de mecanismos innovadores, como rentas básicas, ámbitos de participación y otros remiendos socializadores, los resultados, al menos a corto plazo, parecen insuficientes, según dicen las encuestas del INE o del Banco Mundial si miramos más lejos. Será porque la tarea de aminorar desigualdades era ingente, o porque no se han dedicado ni intervenciones convencidas ni los adecuados recursos.
Echemos una mirada a Europa, en donde muchos países se bunkerizan cada día más. Tras el desajuste político español y europeo en cuestiones de vida colectiva, nuestras emociones y deseos deambulan estos años con el paso cambiado. Adoptan la forma de esperas anímicas o desconfianzas. Tales dudas nos llevan a preguntarnos qué es lo que hay por ahí que estropea las relaciones. Si se consolidan esas crecientes desconexiones, las políticas erróneas y las progresivas prácticas de exclusividad o xenofobia en Europa pueden hacer tambalear lo que tanto costó acordar en forma de creencia: todos somos uno, o al menos lo seremos con el tiempo. Lograr reducir, aunque sea poco a poco, las diferencias sociales requiere replantear la realidad política y personal.
De vez en cuando, la gente se anima: la mera posibilidad de que algo sea mejor da otro aire a la vida corriente. Además, es bueno mejorar la realidad de los que viven peor porque nos enriquecerá su rebote afectivo; casi diría que no podemos prescindir de él. Debemos vencer indiferencias, actitudes pasivas o desganas. Unámonos a algún ídolo social, valen lo mismo personas que organizaciones, que nos recuerde que es conveniente tener presente que más allá de la frontera de nuestra vida, siempre extraordinaria y a la vez vulgar, hay otras regiones de felicidad cercanas, basadas en franquezas, a las que llegamos cuando logramos restablecer el verdadero patrón de las relaciones con los demás. Hemos de intentarlo. Luego, si no da resultado o no se tomó el rumbo adecuado, cabe cambiar de recorrido; de poco sirven la decepción y el lamento perpetuos. No suena a fábula perseguir la utopía porque las fallas de la realidad admiten muchas enmiendas, aunque el deseo se tenga que adornar de fantasías para lograrla, por más que a algunos les parezca que todo va bien. El futuro global se construye a base de diversas realidades que se complementan, que nos necesitan.
- Publicado en Heraldo de Aragón, pág. 23, el 22 de noviembre de 2016.