Algunos países reconocen que el gasto presupuestario que dedican a educación es una inversión con un alto valor añadido. Saben que hay que darle continuidad, aunque se viva en tiempos de penurias. Reconocen la universalidad de la educación, por eso no se olvidan de extenderla a aquellos que menos pueden, con ayudas económicas o con la potenciación de sus capacidades, para que no se queden rezagados en el camino. Parece que no sucede así en España pues la OCDE nos lanzó hace un par de meses en su informe “Panorama de la Educación 2016 (Education at a Glance 2016)” varias recomendaciones para mejorar y una seria advertencia: “Una educación de alta calidad necesita una financiación sostenible”. Quienes conocemos nuestro sistema educativo añadiríamos que, en este momento de tránsito político, además de dinero –el gasto en España está en el 4,3% del PIB frente al 5,2 de media de la OCDE- se precisan otras transacciones. Los necesarios acuerdos, concertados con tino y firmeza y con sentido multifuncional, exigen una visión analítica desde todos los sectores implicados.
Deben comenzar a partir de una inversión ética -explicitada en compromisos- por parte de los responsables políticos. La primera tarea podría ser encontrar argumentos para la educación futura diferentes a los actuales, basados en la epistemología tradicional de las materias o subordinados a la organización escolar. La segunda, liberarse de ataduras partidistas para que la educación no siga siendo -tras 40 años de andadura democrática- el escenario en donde se mueven a diferentes ritmos (o se pelean) intereses de grupos que quieren condicionar tanto la ideología educadora como el reparto de horas, por citar solo dos ejemplos. La tercera, pensar en cómo se conjuga la metodología para que los deseados saberes y destrezas mejoren las capacidades del alumnado tanto de la educación obligatoria como de Bachillerato y Formación Profesional. De todo esto falta en los escasos debates parlamentarios y mediáticos sobre educación, a pesar de la trascendencia que tiene para el futuro de un país. Los argumentos que se emplean se apoyan en patrones anticuados que cansan por repetidos, ausentes de la necesaria renovación pedagógica.
Puede seguir con las familias, cuya inversión más productiva es reconocer su papel educador, preguntándose hasta qué punto encaminan los intereses de sus hijos con sus propias disponibilidades para embarcarse todos en el esforzado camino del aprendizaje, aunque el tránsito lleve consigo alguna frustración. En ese empeño, seguro que descubren que asignar toda la tarea educativa a la escuela –o a la sociedad-, aunque evita algún conflicto propio de convivencia familiar, no es el camino seguro para sus hijos e hijas. Así será más fácil que reconduzcan las altas demandas que plantean algunos de estos -carentes de problemas fisiológicos, psicológicos o de otro tipo- desde su más tierna infancia hasta la adolescencia. Comprobarán que implicarse en los procesos de aprendizaje y maduración con sus hijos –cada vez menos por familia pero más intensos- es su mejor apuesta, y que si se hace con convicción y empeño redunda en un beneficio colectivo.
Los profesores forman un ámbito de transacción especial. Hay que convencer a los que ya están (también a quienes se forman en la universidad) de que no malgastan su tiempo cuando orillan una parte de los programas de las materias y se fijan en si sus alumnos tienen dificultades de aprendizaje y crecimiento personal, y les ayudan a superarlas; sirven unas palabras de apoyo, mejor todavía una atención personalizada, incluso una reprimenda hecha con tino y proporción tiene un sentido transformador. El alumnado debe dejar de quejarse del tiempo “perdido” en estudiar. Ha de convencerse de que el compromiso y la responsabilidad en sus tareas -a veces no son fáciles y poco placenteras- mejoran sus capacidades y seguramente apuntalarán su futuro.
Es preciso que toda la sociedad entienda que la educación es un sutil encuentro de intereses y posibilidades que sirve para el progreso colectivo. En consecuencia, debe encontrar un pacto definitivo que engrandezca a la educación, y resuelva de una vez las debilidades del sistema, dotado de suficientes compromisos y recursos, para que nunca más la OCDE nos afee nuestras taras.
- Publicado en Heraldo de Aragón, pág. 25, el 20-12-2016.