La vida en las ciudades es siempre un lance complejo. La gente acude a ellas, se concentra, en busca de seguridad existencial. Verse junto a otros da una sensación de acogida; también provoca una expectativa de riqueza, de que se va a disfrutar de una serie de beneficios colectivos. Una parte de esto sucede así, pero no todo son bondades ni se reparten por igual para todas las personas en el día a día ciudadano. El latido que lo impulsa proviene de una serie de interacciones económicas, sociales y ambientales. El tránsito urbano no solo lo realizan cada día las personas -con los consiguientes problemas que se generan- sino que también deben hacerlo las mercancías que van y vienen, la energía transformadora, la serie compleja de actividades y servicios que le dan vida en esa jornada, así como la proyección de las sucesivas funciones, porque la ciudad no se puede programar a corto plazo. El espacio urbano es complejo y multiforme, por tanto difícil de gestionar; como cualquier aglomeración, genera conflictos convivenciales más o menos fuertes. El tiempo urbano es como un caleidoscopio, se mide de muchas formas y a escalas diferentes.
Quienes administran las urbes se preocupan de que funcione el entramado público por sí mismo y en relación con las apetencias privadas. Buscan recursos económicos y humanos para que la ciudadanía ejerza sus derechos: favorecen el suministro de agua y abastecimiento, regulan el tráfico y las actividades comerciales, indagan sobre las condiciones de trabajo y aseguran la convivencia compartida, además de un sinfín de tareas más para completar el entramado social. No siempre lo logran a gusto de todos. La vida diaria genera tales disfunciones –incluso en el caso de municipios de holgados presupuestos- que bastantes ciudadanos se quejan. La gente percibe sobre todo los atascos de tráfico, la falta de servicios en algunos barrios, etc.; se indigna más con cosas apreciables a simple vista, del día a día personal.
Pero en la ciudad, más que en cualquier otro sitio, juegan un papel determinante otros muchos flujos escondidos, como puede ser el precio y el valor de las cosas colectivas, sean o no servicios públicos. De todos ellos, cobra especial significación la buena o mala salud de los ciudadanos por el hecho de convivir juntos. Los disfrutes acumulados de la confortabilidad doméstica, el trabajo o los desplazamientos, la realización de la mayoría de nuestras actividades, el relajo y el ocio, etc., esparcen al aire tal cantidad de contaminantes que ponen en cuestión la balanza vital. La movilidad urbana lanza en España más de 35 millones de toneladas de CO2, de las cuales las tres cuartas partes son responsabilidad del coche particular. El aire, un intangible en el balance económico de las corporaciones locales, no se compra como suministro urbano ni se presta aún como servicio, pero cotiza mucho en la bolsa del bienestar, aunque sean todavía pocos los ciudadanos preocupados por sus flujos.
Respirar el futuro pasa por filtrar el presente. El dispendio económico que supone la contaminación atmosférica en España alcanza un 3,5 del PIB en gastos sanitarios, según el Banco Mundial. Lo recordaba recientemente la OMS, así lo recogió HERALDO (27-09-2016): nueve de cada diez personas en el mundo respiran ya aire contaminado. Sin embargo, aquí se ha optado por un modelo de vida cada vez más carbonizado, que daña el aire del presente y del futuro, como aprecian quienes padecen enfermedades relacionadas con su composición. Se necesita dar valor a la calidad del aire, para lo cual hay que invertir suficientes recursos, que aseguren para siempre unos saludables espacio y tiempo urbanos. Para ello son necesarios planes de mejora del Gobierno, protocolos de actuación ante emergencias, el cumplimiento de los compromisos internacionales; también la ordenación de la traza urbana por parte de los ayuntamientos. Además, estos deben implementar medidas que racionalicen la movilidad, incentivar desplazamientos menos contaminantes, mejorar el transporte público y construir suficientes aparcamientos disuasorios, primar los flujos comerciales de proximidad, armonizar los itinerarios peatonales y ciclistas protegidos, etc., y celebrar con mimo los días ciudadanos sin coches. El aire no se vende pero sí se compra.