La vida se ajusta como un discurso -emotivo casi siempre pero también corregido y reescrito- hacia uno mismo. Hay que saber darle sentido, factura, y, si es posible, difundirlo a una audiencia próxima, para que lo entienda y nos acompañe. En esa plática no deberán faltar las anécdotas, tampoco hay que olvidarse de resaltar los empeños, por más que en algún momento hayan resultado fallidos. El hilo argumental tendrá algunos nudos, pues vivir se teje con fragmentos. La vida nos resulta a la vez íntima y socializada: existimos siendo nosotros mismos, pero en relación con los otros. Llenar de contenido cada jornada va mucho más allá de pasar la hoja del calendario o realizar las tareas laborales. Requiere que nos embarquemos en un pensamiento activo, obligándonos a un continuado ejercicio de reflexión sobre lo nuestro y lo de los demás. Si cada hora pasada fuese verdaderamente plena, nos quedaría la impresión, y puede que fuese verdad, de que casi todo lo acontecido había merecido la pena. Pero el pensamiento nunca está exento de dilemas sobre los que reflexionar si lo hecho u ocurrido sirve para algo o no, tanto en el ámbito de lo personal como de manera colectiva.
La vida se escribe sobre todo a partir de logros personales. Si se dan nos suministran una especie de energía impulsora, creativa. Por supuesto que también ayudan algo los éxitos sociales, máxime si mucha gente los disfruta o se nos presentan en forma de festejos. Pero el día a día imaginado siempre es trabajoso, porque las desgracias también nos visitan, o abundan en determinados periodos. Son momentos complejos que manejamos lo mejor que podemos. Más de una vez reflexionamos sobre nuestra biografía y la comparamos con la de los otros; a veces nos congratulamos de nuestra suerte, en otras ocasiones envidiamos a los demás.
Quienes nos encaminan la conducta -algunos medios de comunicación televisivos con audiencias máximas, los que impulsan el consumo mundial y las redes que nos enredan cada día más- intentan sin pausa rebajar el pensamiento social. Expanden millones de mensajes prefabricados, a todas horas. Esa vida imaginada por otros nos tiene suspendidos, sin intermedios lúcidos. Así hemos llegado a la práctica desaparición de las áreas de privacidad, que tan necesarias son para las gentes que dedican su tiempo a pensar y después actúan en consecuencia. Por eso, no es extraño que se haya generalizado una especie de comportamiento colectivo, asumido sin el menor atisbo de crítica, que supone la aceptación sumisa de la opinión comunicada y que ha anulado esa subjetividad existencial que cada uno llevamos dentro de nosotros. Mucha gente ha renunciado a saber, porque se encuentra cómoda en esa posición o no se atreve a sacar la cabeza fuera.
La vida inventada pertenece a otros: modelos de presencia física y de poder mediático, imágenes de marcas comerciales, futbolistas famosos o cotillas televisivos. Al contemplarlos desde la distancia, sin una mínima crítica pensada, favorecemos sus erráticas corrientes, incluso llegamos a considerarlas normales. Sabemos que tienen bastante de ficticio -o de desmesurado- pero no nos oponemos a su magnetismo, aunque sepamos que esos personajes desaparecerán del escenario y caducarán, cuando su éxito se tuerza. Ese será un buen momento para preguntarnos si la felicidad de esos otros no es un estado fútil; su vida nos resultará extraña y, apurando un poco, merecedora de una inevitable burla. Pero pasado un tiempo, lo más probable es que sustituyamos el modelo que representan por otro por el estilo.
En esa estrategia de dispersión mental global han desaparecido (o tienen efímera cobertura mediática y preocupación social) asuntos que no hacen sino dar tajadas a la realidad colectiva: guerras y barbaries por todo el mundo, familias que sufren la crisis en nuestro país, etc.; historias que parece que no afectan a los ídolos. Se sustrae del pensamiento casi todo lo que suponga dolor reflexivo, hasta la desventura se disimula a menudo mediante la banalidad. Así, el sentido crítico -siempre necesario en la historia personal y social- se trastoca, y disloca el empeño ético. Quizás la vida sigue siendo imaginada porque vemos en la sociedad lo que esperamos ver, o nos dicen que veamos. ¿Y si incluso la realidad fuese una ficción?
*Publicada en Heraldo de Aragón el 18 de octubre de 2016. Por aquellos días parecía que España, Europa y el mundo, según las noticias que Internet nos traía cada día, habían aparcado el pensamiento ético.