Los conocí de pequeño, asociados a la ermita, por eso no es extraño que por allí y en aquellos tiempos de religiosidad difusa los llamásemos “las gallinas del cura”. Nuestros pájaros negros soportan el estigma de tener un color poco atractivo; casi nada de ellos relumbra en el postureo interesado que domina la vida actual. Si se me apura, algunos son feos. Lo saben los cuervos, con su cabeza grande descompensada con el cuerpo. Tampoco puede decirse que sus ojos sean tiernos, como esos que tienen otros pájaros que cautivan nada más mirarlos; algún paisano mío decía que tenían mirada de resentimiento -o cierta insolencia-, aunque también de curiosidad. Será por eso que no son amigos de trabar amistad sin más con los humanos. Además cantan fatal, no como las golondrinas y jilgueros -otros pájaros asociados a la niñez rural-, por lo que es difícil entenderlos; de hecho, en lugar de calificar su voz con el dulce nombre de trinos, se ha elegido para identificarla un cortante vocablo, graznido, que poco adorna al áspero lenguaje de cuervos, cornejas y grajos. Así es lógico que no gocen de muchos adeptos, que no los miremos con simpatía, sin esa pequeña muestra de la solidaridad que derrochamos con otras aves que adornan los cielos de nuestros campos. Será por esa falta de empatía por lo que han acumulado multitud de refranes vituperadores.
Quién sabe si comenzaron su evolución ancestral con otro ropaje, pero hartos de tantos flagelos se cambiaron de vestido y se tiñeron con la ausencia de colores vivos para esconderse de los humanos desconsiderados y, en cierta manera, mostrarles su desdén. Esta sociedad siempre tiene resquemores a la hora de admirar lo no grandioso y colorido. De parecidas amarguras va la argumentación de su color, porque la mitología griega dice que se debe a un enfado de Apolo que degradó al cuervo blanco, ave solar, para volverlo negro, y desde entonces deben vivir con ese estigma. La ojeriza actual viene de lejos. Desde Esopo hasta La Fontaine y Samaniego los señalaron en sus fábulas por su gusto por la adulación, además de acusarlos de ladrones. Los refranes no han sido justos con ellos. Desde el “cría cuervos y te sacarán los ojos”, hasta el “cuervos vienen, carne hay”. A nosotros nos gusta más la leyenda de aquel cuervo que según el “Génesis” mandó Noé de explorador para ver si el diluvio había finalizado y que no volvió; pero no se había perdido, era un tipo listo y estaría harto de vivir en el Arca. La paloma regresó y se quedó de símbolo del bien obrar, de la paz y la esperanza.
Desde aquí queremos reivindicar su presencia positiva en el mundo natural y en su relación con los humanos. Nos quedamos con la destreza del córvido que alimentaba al ermitaño san Pablo en el desierto; inteligencia y mesura en su proceder, compañerismo a pesar de la historia acumulada. Ahí queríamos llegar. Acabamos de conocer que unos investigadores suecos, estadounidenses y británicos, además del Instituto Max Planch alemán, han demostrado que su inteligencia, y la de los grajos, no depende del tamaño cerebral. Puede que lo duden, pero sepan que otros científicos han constatado que el cuervo de Nueva Caledonia es un pájaro con una inteligencia casi humana; esperemos que para bien, que sepa convivir con sus semejantes. Por cierto, los cuervos ya eran relacionados con la memoria y el pensamiento en la mitología nórdica, y sin haber hecho investigaciones.
Casi todo tiene su moraleja, si queremos fabular. Los pájaros siempre indican buen agüero, ¿por qué no también los córvidos? Detrás de su negrura y de su belleza no canónica esconden sabiduría (por eso eran emisarios de los dioses a los que contaban lo que sucedía en el mundo) y buen hacer en la gestión ecológica de la naturaleza. Algo así sucede en muchos ámbitos de la vida, con personas que son vistas raras a pesar de que van por el mundo buscando la existencia sin molestar, que no suscitan el aplauso unánime ni derrochan belleza, en estos momentos ficticios en los que el postureo forzado nos atrae hacia no sabemos dónde. No se lo piensen: cambien de símbolos y cuenten los negros cuervos entre sus pájaros favoritos, al menos este verano. No se arrepentirán; merecen el homenaje poético que dedicó Pablo Neruda a los “pajarintos”, reales, y “pajarantes”, imaginados.
- Publicado en Heraldo de Aragón el 9 de agosto de 2016.