Ecología cotidiana vs obsolescencia programada

Una emisión en La 2 del documental “Comprar, tirar, comprar” puso de actualidad un tema objeto de debate desde hace 60 años en EEUU y países europeos como Alemania o Reino Unido. En la floreciente sociedad industrializada tras la II Guerra Mundial, fabricar un buen producto -duradero y eficaz- era un orgullo para la industria, sobre todo europea. Cumplía un fin social puesto que permitía mejorar el estatus de vida de mucha gente tras las penurias bélicas, y así se publicitaba entonces. A España, fuera del Plan Marshall y sujeta a otras variables políticas, tardó más en llegar la distribución igualitaria de las expectativas de bienestar, pero se presentaron. Todavía recordamos la potencia transformadora que tuvieron el Seat 600 o la lavadora en esa España que transitaba desde la sociedad agraria a la urbanización. En general, la solidez de estos y otros productos era tal que no se rompían con facilidad. Este logro era vital en un sistema autárquico como el español, pero tenía graves riesgos en contextos de libre mercado pues ralentizaba el beneficio económico.

Ante esta tesitura, las agrupaciones de grandes fabricantes consideraron una desventaja comercial que los productos tuviesen larga duración. Decidieron acortar su vida útil: la obsolescencia programada se convirtió en el motor secreto de la sociedad de consumo. Los grandes gurús económicos incorporaron este axioma como doctrina. Para convencernos propagaron la idea de que en tiempos de crisis es bueno consumir, para que así se elaboren nuevos productos que ayuden a que el trabajo no escasee. Durante la crisis actual se escuchan mucho estos mensajes aunque son parecidos a los que se emitían tras la depresión americana de 1929. Será por eso que nosotros consentimos hechos tan llamativos como que haya que cambiar una plancha cuando se ha soltado un cable o que la lavadora dure 6 o 7 años, por no hablar de la muerte súbita de las estrellas de la electrónica: móviles en los que se estropea la batería a los pocos meses, ordenadores anticuados para nuevos programas después de un año, impresoras que se bloquean tras un número determinado de copias, etc.

Los consumidores americanos de los años 60 sucumbieron a la estrategia de seducción que emplearon los fabricantes para cautivarlos: crearles un grado de insatisfacción por lo que poseían e invitarlos a adquirir nuevos productos, atraídos más por su aspecto que por la calidad de los productos. Se patentaba la obsolescencia percibida y se convertía a las personas en consumidores. Ese modelo se exportó por todo el mundo con las películas y ciertos productos; entre unas y otros abrieron las expectativas de mucha gente a ser como los americanos. Esta moda se entiende a la perfección cuando se observan esas colas que la gente hace para ser los primeros en poseer los artilugios electrónicos novísimos que aparecen cada pocos meses.

Así nos encontramos con que cada vez almacenamos más cosas, cual Diógenes compulsivos. Compramos objetos no necesarios unas veces por puro placer, otras por imitación o por los precios bajos. No reparamos en que cada objeto que adquirimos sin valor de uso ha dejado un rastro en su producción y acarreará un desecho en su sustitución. La ciudad de “Leonia” que Ítalo Calvino imaginó sepultada por sus propios residuos se hace presente. Frente a estas tendencias, las ONG de consumidores y los servicios de la administración encargados de estos temas no se han posicionado convenientemente. Sí que han hecho llamamientos puntuales pero no han sabido encontrar ni hacer visibles a los consumidores los rastros de obsolescencia en la evaluación de los productos ni en su publicidad; ha fallado la educación para el consumidor. Ahora más que nunca, debemos preguntarnos si la felicidad se consigue a partir del consumo ilimitado. Algunos entienden el bienestar como la satisfacción de las necesidades básicas, lo mismo en bienes de consumo que en cultura, mientras que otros abogan porque se respete la libertad de compra como conquista social que genera riqueza universal. A unos y otros les interesa leer “Mundo consumo” del filósofo Zygmunt Bauman e intentar posicionarse dentro de las incógnitas sociales que plantea.

  • Se publicó en Heraldo de Aragón en la edición del 26 de febrero de 2011. Unos días antes se colgaron varias investigaciones y vídeos en Internet que alertaban sobre las oscuras maniobras comerciales de muchas empresas que elaboran materiales que ya nacen viejos. Aunque todas lo niegan, la percepción ciudadana lo atestigua.

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