El Quijote, paraje natural

En la naturaleza, allí donde a veces amanece con urgencia y la luz se estira -en forma de calor aunque sea invierno- nada surge del azar, aunque este siempre esté presente. En cualquier lugar, sin importar el nombre ni el momento, la edad es lo de menos, la lectura de esta obra de Cervantes constituye una experiencia sensorial; permite disfrutar tanto del espacio como de los personajes que lo transitan, y que de él son parte inseparable. Apetece darse un paseo naturalístico, sujeto a las múltiples perspectivas que el ingenio nos abra, con Sancho -habitante de lo cotidiano, pegado al horizonte manchego y sus circunstancias, pero asombrado del gran río Ebro o del extenso mar- y con don Quijote -casi siempre visitante, aunque se encuentre presente en el escenario, imaginativo de lo difícilmente posible, e intérprete peculiar del azar-.

Pasear por los territorios quijotescos permite explorar horizontes, entender el lenguaje vegetal o los rasgos de los animales, hacerse cómplice de los ritmos de vida. Estos nos procuran la quietud del espíritu en forma de sosiego en la naturaleza y la amenidad de los campos, la aparente serenidad de los cielos o el murmullo de las fuentes. Uno se pregunta si don Miguel de Cervantes era un paseante de su territorio, un excursionista o simplemente ejercía de observador curioso en sus múltiples viajes. Aprovecha con llana finura (o rebuscada enjundia) lugares, animales o plantas para adornar sus historias. Mira al sol, el rubicundo Apolo, que anima el ciclo de materia y el flujo de energía que mantiene el escenario de la vida. Tras él se despliega el alba “alegre y risueña; las florecillas de los campos, y los líquidos cristales de los arroyuelos”. El orden de la naturaleza, un principio de aquellos tiempos en que Dios lo tenía todo dispuesto -la tierra alegre, el cielo claro, el aire limpio, la luz serena-, se tornaría mal argumento en la percepción actual del espacio/tiempo, que nos despista a menudo.

También la astronomía se asoma en la obra. En el episodio de los cabreros se cita a un hidalgo rico que sabía la ciencia de las estrellas, incluso averiguaba el impacto de los eclipses, de lo que allí se llaman luminarias. Aunque Quijote entendía mal el movimiento planetario, porque utilizaba el cómputo de Ptolomeo para calcular el camino andado hacia Zaragoza.

El hidalgo y su escudero se pasearían por tierras yermas, o deforestadas para dedicarlas a la agricultura y ganadería, pero no por eso exentas de vida. Las plantas silvestres florecían y daban olor al territorio: margaritas, poleos y ortigas, verbenas y eneas, espartos y amapolas, y cómo no, la cizaña y la grama, y el omnipresente romero que todo lo cura. ¡Qué decir de las plantas cultivadas cervantinas! En la llanura peninsular, donde quiera que uno mire encuentra trigo (candeal o trechel), pero también sarraceno. Tamaña sabiduría amontonada es propia de uno que fue durante varios años, cuando habitaba en Sevilla, comisario de abastos para aprovisionar a la Armada española.

En muchos pasajes, los animales sirven como escuela de aprendizaje para los humanos.  Los équidos del Quijote hablan en plan metafísico de sus privaciones alimentarias. Suenan otras voces: el rugido del león imaginado, la fiereza del lobo presente, el silbo horrendo de la serpiente. En esa completa visión, casi propia de un pastor que tiene las estrellas por cobijo y el campo por armadura, no faltan el agorero graznar de la corneja, o del cuervo, en quien, según el hidalgo, se convirtió el rey Arturo de Inglaterra por arte de encantamiento. Por el texto también deambula la concreción animalística de Sancho. Es capaz de lanzar coces, como la de identificar a su señora con una borrega mansa, y a la vez desear poder hablar con su jumento, o disfrutar del estilo fabulario de los animales de Esopo.

No es extraño que don Quijote se viera impresionado en su recorrido por el Ebro (la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso), aunque estuviera a punto de zozobrar en ellas. Acaso se hubiera topado con los esturiones, que debían ser abundantes. No todo es dulzura; en el recorrido cervantino también aparecen amargores.

Han pasado 400 años; resulta difícil explicar cómo hay gente que todavía no ha leído, al menos en parte, “El Quijote”.

*Publicado en Heraldo de Aragón el 8 de marzo de 2016, 4oo años después de la muerte de don Miguel de Cervantes.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Ecos de Celtiberia