Cuando lo cotidiano se convierte en un complicado ejercicio de supervivencia es que algo estamos haciendo mal, o las esquivas circunstancias nos impiden gestionarlo de otra forma. No es por desatar una oleada de pesimismo, pero es menester recordar que tenemos problemas con los recursos naturales, el cambio climático nos acecha, la supervivencia económica nos agobia, el agua escasea cuando se necesita, la creciente desigualdad de algunos nos acusa a todos, etc. En suma, nos encontramos sin nadie que nos muestre claramente un seguro -aunque hipotético- camino hacia el futuro. Todas estas complicaciones vitales afectan a mucha gente; son muy visibles en las ciudades, más todavía en las muy grandes. Vivir hoy es complejo, sin duda; hacerlo sin riesgos es imposible para la mayoría de la gente. Quizás esa sea la esencia de la vida.
Con cierta periodicidad, los medios de comunicación nos acercan noticias relacionadas con la calidad del aire en las ciudades. En diciembre pasado, en HERALDO se subrayaron titulares, referidos a lugares concretos pero que podrían extenderse a otros muchos, que ilustran los efectos del creciente deterioro del aire: restricciones circulatorias en Madrid durante varios días, cierre de escuelas en Teherán, 100 millones de chinos encerrados en sus casas, conflictos políticos en Italia por las restricciones en varias ciudades, etc. Estos episodios nos plantean a las claras un grave reto: mejorar la salud del aire que respiramos, porque en ello va la nuestra.
Suena muy fuerte decir que, en muchas ciudades, respirar mata; de lo que estamos seguros es de que enferma, y mucho, aunque sea poco a poco. La Agencia Europea del Medio Ambiente (AEMA) es muy clara al respecto: en Europa la contaminación atmosférica es el mayor riesgo medioambiental individual para la salud. Alerta de que reduce la esperanza de vida de las personas, pues contribuye a la aparición de enfermedades graves. Asociadas a la mala calidad del aire, se incrementan considerablemente las afecciones cardíacas, aumentan vertiginosamente los problemas respiratorios y emergen muchos más cánceres. El último informe de la AEMA estima que la mayoría de los habitantes de las ciudades siguen expuestos a unos niveles de contaminantes atmosféricos que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera peligrosos; subraya que las partículas en suspensión serían responsables de casi medio millón de muertes prematuras en Europa, además de los efectos nocivos del ozono troposférico y del dióxido de nitrógeno. En algún hospital de Madrid han comprobado que los picos de contaminación en este último causan un aumento considerable de los ingresos hospitalarios.
Llegados a esta situación, que se cronifica, cabe preguntarse qué hacen las autoridades para proteger a los ciudadanos. Hace unos días, desde los grupos ecologistas se recordó a los políticos -y a la ciudadanía en general- que, cuando alguien jura -o promete- un cargo, se implica con la Constitución. Esta manda, en el artículo 45, “velar por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente”, además de otros principios relacionados con la salud. Quienes tienen una alta responsabilidad administrativa deben conocerlo, reconocer su compromiso. Mal asunto este de los reiterados incumplimientos de algunos, asumidos por todos los demás.
Se sabe con certeza que el elevado número de vehículos que circulan a diario por las ciudades, además del fuerte aumento de los diésel, es el causante de que la polución no haga sino aumentar. Un informe elaborado por Ecologistas en Acción en 2014 con los parámetros de la OMS dejaba en muy mal lugar a las ciudades españolas, en especial las grandes. Desde entonces, predomina el silencio administrativo.
Mientras todo esto sucede, el Parlamento Europeo acaba de dar luz verde, dicen que presionado por los fabricantes (alguno de ellos implicado en trucajes contaminantes), a que los vehículos que estos producen y comercializan contaminen más. Una piedra en el camino hacia el futuro imaginado en la reciente COP 21 de París, allí donde muchos se dieron cuenta de que el clima, y la esperanza humana en forma de salud y de coherencia ambiental, habían gritado: ¡Basta ya!
*Se publicó en Heraldo de Aragón el 23 de febrero de 2016.