París estará latiendo estos días para empezar a iluminar algunos de los claroscuros mundiales. No es un asunto más de los que nos afectan; es vital, por eso requiere la atención de todos. Este 2015 no es solamente el de la Conferencia del Clima COP 21, debe ser “El Año de las Luces”. El lugar del encuentro puede ser simbólico; ya lo fue hace más de 200 años. ¿Final de un ciclo? Al menos una parada para pensar, porque no llegamos a completar algunos caminos que nos habíamos trazado con el horizonte de 2015. Los dirigentes mundiales se ocuparon en otros menesteres que les parecían más urgentes, los ciudadanos nos despistamos demasiado y aceleramos el consumo de energía. Ahora, en la ONU, empieza a parecer que los países quieren llegar a acuerdos, se plantean unas metas más ambiciosas. La Agenda de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) 2030 es una apuesta social global que incluye varias llamadas ambientales, entre ellas la lucha contra el cambio climático. Hay que proponerse metas. Por más que no se logre llegar, siempre se conoce el lugar alcanzado y se pueden valorar los esfuerzos realizados.
El asunto del cambio climático tiene una dimensión de alcance desconocido, pues no tenemos experiencia ante él. Las informaciones sobre este tema crean, de un modo objetivo, una pizquilla de alarma social, aparentemente momentánea, pero quién sabe si no habrá un momento en el que salte hacia el necesario cambio. Los medios de comunicación las recogen a su conveniencia o necesidad para traernos a la cara realidades que van y vienen, denunciando a unos y alertando a otros; clasificando a la gente en culpables, desprevenidos, voluntariosos o militantes. Con tanta noticia, cabe la duda de si cada vez somos menos capaces de obtener una imagen avanzada del mundo, de si todo es verdad o mentira dependiendo del cristal con que se mira; mientras esto sucede, la deuda climática global avanza. Quizás París sea la última oportunidad de esbozar el camino que la sociedad globalizada tiene por delante. Junto a nuestro escepticismo razonado, queremos tener esperanza; necesitamos hacerlo.
La afluencia a la COP 21 es tan extraordinaria que no se puede fallar: desde ayer miles de políticos, funcionarios, activistas y periodistas de 195 naciones van a negociar para cambiar el mundo. El evento va a costar varios miles de millones de euros; estarán bien empleados si surge el acuerdo para que la bolsa ecológica sufra menos vaivenes. Porque en este mundo de la paradoja, quienes más deuda climática generan -los países ricos provocan más del 70%- son los que menos pagan por su prima de riesgo climática. La perfección en el obrar climático no existe, nada escapa a su complejidad, pero habrá que ocuparse de las utopías. Las omisiones no van a tener una enésima oportunidad. Decía Ban Ki Moon, a propósito de esta cumbre, que en caso de que fracase “No hay plan B, porque no hay Tierra B“.
Esta frase lanza una premonición: ya no cabe calificar de leyenda ecológica este asunto del calentamiento global y sus repercusiones, sino detener las embestidas del consumismo; no hay planeta B. Bastantes ciudadanos creen esas palabras, perciben el cambio climático y estarían dispuestos a pasar a la acción de inmediato, aun cuando todavía la percepción del riesgo se tambalea en el horizonte próximo de la conciencia global. La realidad de cada momento depende de convenciones en el propio país, en cada casa, pero todos haríamos bien en entretenernos en mejorar aquello que hace daño al complejo climático y social. La utopía deja de serlo cuando para muchos empieza a ser creíble, por convencimiento o necesidad, particular o social. Habría que retomar lo que dijo el historiador Eric Hobsbawm: “La utopía es probablemente un dispositivo social, necesaria para la generación de esfuerzos sobrehumanos, y sin que se haya llegado a ella con una gran revolución”.
El cambio climático es algo más que una ficción ecologista que se cumple en la realidad en forma de desajustes y sombras existenciales; es como una película que nos lleva hacia la antesala del riesgo global, si se quiere con la excepción de algunas moralidades colectivas que nos pueden salvar. Adherirse a ellas es una buena estrategia. Es la hora del clima, que también somos todos nosotros, para lo malo y para lo bueno.
*Publicado en Heraldo de Aragón el 1 de diciembre de 2015, un día después de haber comenzado la COP 21 en París.