Hoy las noticias hablan de gente que huye de la desgracia que la guerra y la incomprensión esparcen a raudales por su tierra. Diríamos que fue ayer, hace un siglo o dos. Es cierto. Las guerras de hoy no son sino el resultado de ayer, como los éxodos masivos de quienes llaman a las puertas de Europa son una burlesca copia de los que ya ocurrieron en el pasado, de los intereuropeos que en todas las direcciones y desde todas las procedencias buscaban simplemente vivir. De eso los españoles supimos mucho, sufrimos demasiado. Pero hablamos de hoy, cuando la pantalla mediática nos trae a borbotones imágenes de caras descompuestas, de familias enteras que huyen emboscadas en fugas masivas, de tristezas risueñas con rasgos desdichados por pisar una tierra en donde la gente no los quiere, como tampoco los quiso quien los echó de su casa por acción u omisión. Hoy los números de desgraciados aumentan los de ayer, que incrementaron los de anteayer a la espera de que mañana haga saltar por los aires los números. Cifras; eso son quienes huyen de la desgracia en frágiles embarcaciones sin reparar en los sufrimientos que les esperan, porque la esperanza no entiende de dificultades, más bien no las mide porque entonces se desesperaría. Aun así, estas gentes son capaces de sufrir lo indecible por alcanzar una tierra en la que no son bienvenidos. En esta tesitura los vemos nosotros, sin saber qué hacer y sin hacer lo que sabemos, o lo que nos gustaría que a nosotros nos hiciesen: tendernos una mano amiga, sin más. Pero claro, estamos en el otro lado y no es lo mismo decir que hacer.
Siempre ha sido así y seguirá siéndolo. Es el argumento que utilizan quienes no reconocen que una parte de los éxodos de hoy son un epígono de actuaciones propias anteriores. Se nos dijo hace unos años que había que hacer guerras para preparar paces, que el futuro (el nuestro que es hoy, pero también el que se preveía para los que huían) sería más halagüeño si las guerras consensuadas las hacíamos los países poderosos. Allí, en el campo de experimentación que siempre fue Oriente Medio y Próximo, se concentraron deseos ocultos, actuaciones asesinas y realidades sangrantes. Todos salieron perdiendo, en particular aquellos que no portan en sus manos las mortíferas armas que se emplean para sostener razones. Porque las armas no surgen de la nada: algunos países las fabrican y las venden para que quienes no tienen escrúpulos las utilicen para sus deseos fundamentalistas, no importa la religión a la que sirvan, sea de creencia divina o económica. Siempre ha sido así, dicen quienes observan las penalidades de los otros desde la distancia. Pero una sociedad es también por lo que deja de ser. La misma palabra que la define debería llevar implícita una carga de moralidad que cuestione el “siempre” y despeje de nuestro vocabulario mental el “nunca”. Algunos convierten este argumento en historia pasada para justificar la razón por la que no se puedan entender los países vecinos, los pueblos de una y otra orilla del mar Mediterráneo, del que habrá que borrar a este paso el “Nostrum”.
“Nunca” -pongámosle detrás el simple más o el más complejo jamás- es la palabra que nos debe guiar para revolvernos ante el hoy complaciente. Porque el pasado “nunca” no puede tener la misma traducción que el futuro “siempre”. Se afirma que nunca se ha producido un efecto así; distorsionan la verdad quienes esto claman. Solamente deben revisar la historia. Para retenerla, hay que decir en voz alta: no más abandonos, nunca más guerras comerciales que atropellan todo lo que se pone por delante, nunca más ventas de armas que se utilizan para negar el hoy y el mañana, como han hecho siempre. La sociedad sabe lo que quiere pero debe hacer lo que sabe, los gobiernos europeos conocen lo que deberían hacer. Si tienen dudas sobre cómo hacerlo, que empiecen por escuchar los gritos de quienes se acercan en desbandada a la rica Europa y taponan las fronteras, para darles la acogida humanitaria que merecen. Colaboren con las ONG que creen en el “nunca debió producirse”. Para después, enseguida ya, ponerse a trabajar en un objetivo en el que pocas personas de buena voluntad -y hay muchas de estas- dudarían en apuntarse a colaborar: aunque piensen que haya sido siempre, que hoy empiece a ser nunca jamás.
* Publicado en Heraldo de Aragón el 25 de agosto de 2015, cuando el desastre humanitario de los desplazados golpeaba desde las noticias de los medios de comunicación.