En verano, tiempo de reposo y divertimento, se celebran la mayor parte de nuestras fiestas patronales. Antaño suponían la culminación del proceso productivo, la celebración de las cosechas. En la actualidad sirven más de encuentro entre los que se fueron buscando horizontes más halagüeños y quienes se quedaron, y proporcionan momentos en los que la nostalgia rescata del olvido a amigos y parientes perdidos. También son una buena excusa para recuperar del pasado algunas de las esencias de las diferentes localidades: tradiciones, dances, etc. Cualquier persona que hojee los programas que editan los ayuntamientos encontrará ciertos parecidos entre los festejos. Todos incluyen actos en donde la convivencia debe ser una de las primeras intenciones, en otros se busca el desarrollo o la muestra de actividades culturales, a veces se potencian jornadas basadas en la gastronomía o se prima más la diversión. A este último grupo pertenecen los eventos protagonizados por las reses bravas, que se celebran lo mismo en las capitales que en el resto de localidades y hasta en algunos pueblos pequeños. En plazas estables o portátiles –a veces improvisadas con remolques-, en itinerarios preparados al efecto, las vaquillas desempeñan a su pesar el papel estelar que la programación les ha asignado. Muchas veces desfilan cansinas por calles valladas ante la expectación de algunos y los reclamos de otros.
Resulta complicado encontrar el principio de las cosas. Símbolo de fuerza, dador de vida y aniquilador por excelencia, el respeto y temor del hombre hacia el toro se tradujo en una relación de tipo religioso, visible ya en las pinturas rupestres del paleolítico o del neolítico aragonés. También el toro llegó a ser como un dios o mensajero de los dioses en las civilizaciones mediterráneas. Su atracción atávica prendió en España como en pocos sitios. Quién sabe si tuvieron la culpa los iberos que ya colocaron a los astados en sus monedas o el griego Estrabón que identificó nuestro país con la piel de toro en su “Geografica”. Tan fuerte se aferró a la cultura que transcurridos más de 3.500 años desde que los artistas pintaran los danzarines en Cnosos (Creta), el toro ha estado presente en muchas tradiciones e incluso ha servido de mojón en las carreteras en forma de gigantes silueteados de los anuncios del brandy, incluso transitó a la bandera que hoy emplean los forofos deportivos.
Muchos nos preguntamos los motivos por los que permanecen esos rasgos festivos. Aseguran los entendidos que la lid que se establece con el toro llega a ser un arte en el toreo profesional. Aluden a las interpretaciones de esta lucha animal-hombre en donde se palpa la tensión, esa que tan bien captaron Goya, Manet o Picasso. Es posible que tengan razón, pero es un arte con excesivo riesgo tanto en el ámbito profesional como en su vertiente festiva. Por otra parte, no sabemos cómo calificar esas corridas de toros o vaquillas que cada vez más, sin duda siguiendo el “modelo Pamplona”, se organizan en nuestras capitales y pueblos, en los que lo principal es comer y beber. En muchos momentos una parte importante del público se despreocupa de lo que sucede en el ruedo, poniendo en duda su interés y competencia para entenderlo. Con unos u otros formatos estos festejos poseen insuficientes argumentos para llamarlos fiesta nacional, tampoco manifestación cultural, y por eso habría que estudiar si deben ser retransmitidos por la televisión pública.
Dicen algunos que sin vacas no habría fiestas en los pueblos. Tan peculiar espectáculo resulta aburrido si no se producen alcances, si los hay van acompañados de dolor o luto. En el siglo XXI ya no es necesario demostrar la supremacía ante los animales totémicos o tutearnos con los dioses, ni pagar por ello el peaje de más heridos o muertos. En estos tiempos de presupuestos escasos hay un motivo añadido para llevar a cabo una reflexión colectiva y encontrar diversiones creativas y participadas, sin necesidad de fustigar o maltratar a los animales, como ya lo han hecho en bastantes localidades según se aprecia en sus programas. Servirá para que los niños y jóvenes aprendan de los adultos que se puede disfrutar en fiestas sin arriesgarse a teñirlas de luto.
- Apareció en Heraldo de Aragón (12-9-2011). En aquel verano, a pesar de la crisis, los festejos taurinos habían teñido «la piel de toro» que sigue siendo la nueva Celtiberia.