El lenguaje cotidiano ha identificado claramente las palabras alumnos y estudiantes con alguien que aprende, que quiere aprender por impulsos propios o ajenos. No siempre sucede así, no resulta tan fácil impulsar en la vida el contenido de las palabras. Lo saben bien muchos profesores y padres que no logran que niños y jóvenes progresen al ritmo adecuado, tanto en niveles inferiores como en los superiores. En las aulas interaccionan cada día, en cada clase, muchas variables. En primer lugar, son espacios de convivencia en donde se pasa mucho tiempo. Por eso se producen roces, a veces dulces pero también amargos que generan conflictos. Algunos dejan huellas que condicionan demasiado los aprendizajes. Los profesores deben aprender a gestionar esas relaciones para mejorar la convivencia y el trabajo en el aula. Porque si uno está a gusto, o se ve bien, lo mismo los profesores que los alumnos, mejorará el rendimiento propio y el de todos.
La atención selectiva solo hacia unos alumnos, o la búsqueda de la interacción sostenida con todos, tienen respuesta inmediata en el clima de la clase pero, sobre todo, en los rendimientos particulares y colectivos. La motivación del alumnado hay que cultivarla, pocas veces la voluntariedad por aprender es real. Casi es un reto del profesorado conocer a cuantos alumnos desmotivados, en esa parte indefinida que forman los que no tienen interés y quienes se autoexcluyen, se ha conseguido implicar. Es una buena manera de aumentar la autoestima de unos y otros. Queda claro que también la cantidad y calidad de conceptos de la materia concreta tienen un papel motivacional. Pero deberíamos preguntarnos si, en buena parte, el nivel académico (una consecuencia) no depende de una agradable convivencia, una completa interacción, una necesaria motivación y un crecimiento personal (las cuatro causas básicas). Así pues, los profesores habrían de trabajar todas estas variables con quienes quieren, pero también con los que no lo desean.
- Publicado en Heraldo escolar, pág. 6 (20-11-2013)