Conviene recordar a menudo que la agricultura es nuestro seguro de vida. Será por eso que cada mes aparecen en los medios de comunicación dos o tres noticias que por su alcance cuestionan el destino de los campesinos. Las más recientes podrían ser la sequía cerealista pasada, la superproducción frutícola que hace caer los precios, la reciente pérdida de mercados internacionales de algunos productos, el parón agroecológico, los efectos de las inundaciones o el reparto de las ayudas de la PAC. Esto visto desde aquí cerca. Además, la agricultura global soporta demasiados nubarrones en su horizonte. Año tras año somos más en el mundo, o tenemos necesidades más costosas. La alimentación, como muchas cosas de la vida cotidiana, se sustenta en intercambios comerciales acelerados en el tiempo y extensivos en el espacio. Parte de lo que compramos ayer en la verdulería quizás se recogió anteayer a cientos o miles de kilómetros. Lo que aquí producimos viajará a otros lugares lejanos. Hoy casi nada de lo que antes era inequívoco nos sirve para planificar nuestro sistema de producción, ni asegura un futuro alimentario global.
Ante esta tesitura cabe resguardarse en el azar, esperar que el temporal amaine y el impacto no nos paralice. De hecho, la agricultura siempre ha vivido pendiente de lo que sucede en la troposfera, de si los ríos llevarán agua en verano. Pero ahora la situación se agrava. Nos amenaza un cambio climático que ya tiene incidencia en las producciones y las cambiará todavía más. Si bien sabemos que siempre ha habido transgresiones climáticas -las fluctuaciones espaciales del cultivo del olivo en la Europa medieval son algunas de las consecuencias más documentadas-, ahora los cambios drásticos han venido para quedarse. La FAO advierte que “la adaptación de los sistemas alimentarios al cambio climático es esencial para fomentar la seguridad alimentaria, la mitigación de la pobreza y la gestión sostenible y conservación de los recursos naturales”. Sus investigaciones han constatado que el cambio climático amenaza con reducir los rendimientos agrícolas o al menos aminorar las ganancias por el cultivo, tanto que no merezca la pena el esfuerzo cultivador. Un estudio reciente realizado por Meteoclim (HERALDO, 3/1/2015) alerta sobre la incidencia que en el viñedo aragonés, sobre todo en la DO de Cariñena, puede tener la elevación de las temperaturas. El viñedo adelantará su brotación y habrá un desfase en la maduración de la uva que empeorará sus características organolépticas. La pérdida de calidad iría acompañada de un descenso en la producción. Se pronostica que el viñedo deberá emigrar hacia el norte: ya se habla de ocupar zonas de Ribagorza o experimentar en países europeos no productores actualmente.
A nuestra sociedad le cuesta entender estos mensajes de duda. Estamos acostumbrados a soluciones puntuales, a resolver episodios catastróficos, a responder a demandas más o menos ruidosas, etc. No dimensionamos bien lo que cambia poco a poco. Hay que imaginar escenarios diferentes en los que las políticas agrícolas reduzcan las incertidumbres. No es bueno esperar tanto a tomar decisiones; tampoco valen las recurrentes actuaciones de parcheo o los socorros dinerarios, que no siempre llegan y a veces no a los que más los merecen, ni aquí ni en Europa.
Quizás no haya agua para una agricultura extensiva, como esos maíces con sobrecargas ambientales y escaso valor añadido que inundan las zonas regables de Aragón. Puede que sea necesario sustituirlos por cultivos hortofrutícolas de calidad, que no están tan sujetos a las maniobras de las multinacionales y tienen una alta incidencia social por el número de puestos de trabajo que generan. Seguramente habrá que echar mano de la agricultura ecológica, de la que Aragón fue pionera, pero que en este momento sufre trabas administrativas y seduce menos a los campesinos por la carga económica que suponen su producción y comercialización. Habría que hacer una PAC más sostenible. Cualquier organización social, también la nuestra, debe cuestionarse lo que quiere ser en su conjunto, cómo le apetece vivir, pero también cómo puede convivir. Eso significa, más o menos, buscar un destino compartido entre todos. Porque si no, tendrá siempre encima una pregunta demasiado azarosa: ¿Resistiremos?
- Publicado en Heraldo el 7 de abril de 2015 cuando eran evidentes las alteraciones que el cambio climático producía en los cultivos.