Deambulan por ahí sin darnos cuenta. La misma palabra nos está llamando la atención a quienes ostentamos el privilegio de pronunciarla, nosotros, que también somos en algún momento otros. Sin embargo, perezosos o quizá desencantados de la moral colectiva, hemos olvidado la cooperación participativa que fue durante algún tiempo un distintivo humano. Alguien dijo que los círculos de poder maniobran para desterrar los pensamientos. Lo hacen de tal manera que nos entretienen, para que no nos demos cuenta de que estamos en medio de la injusticia. Porque la soledad de los perdidos -el distintivo que mejor puede definir a quienes se quedaron arrinconados- atrapa hacia abismos desconocidos. Algunos cayeron porque creyeron que la vida no iba en serio, o ni siquiera pensaron. Escaso argumento para abocarlos al olvido.
Los otros están cerca o lejos, en cualquier caso al otro lado del muro. Muros físicos difíciles de franquear, muros invisibles que alejan tanto o más, muros que levantó el tiempo o la raza, muros religiosos. Deberíamos ser capaces de observarlos al mismo nivel, próximos a ellos para no caer en abstracciones que nos justifiquen la falta de comprensión. Porque, en cierta manera, consumimos retazos de existencias de los otros para vivir. Manejamos, con despreocupación, lo mío, y todo lo más lo nuestro, olvidando el resto de los pronombres. Quizás hemos sido educados pensando en que siempre habrá algún ente superior que todo lo arregle, pero debe tener mucho trabajo. O la complejidad de los muchos mundos que hoy se entrecruzan le impide socorrer a los necesitados.
Nuestra facultad de percibir y comprender el mundo no está gastada. Empleamos a menudo palabras sublimes como sentimiento, igualdad, socorro o solidaridad, pero casi siempre se nos muestran escurridizas. Intentamos agarrarlas para sentirnos bien. Lo conseguimos practicándolas en algunas personas que nos resulten próximas, casi nunca desconocidas. Pensamos en ellas justo el tiempo debido, porque si lo hacemos un segundo más, corremos el riesgo de que nos entre la duda y las certezas nos golpeen. Nos protegemos de la pregunta universal “¿Qué hago para entender a los otros?” Huimos de la respuesta sin darnos cuenta de que marginación y olvido van de la mano en las sociedades de la prisa tecnológica.
Los otros no son espíritus, como en la película de Amenábar. Si los miramos cerca de nosotros poseen cuerpos de marginados, dependientes, emigrantes, parados, etc. Si ampliamos nuestra cobertura son muchos más, y viven por todo el mundo. Tienen, sobre todo, rostro de mujer. En este artículo queremos hablar de las otras, de las más olvidadas entre las mujeres, de aquellas que han sufrido la violencia bélica. Nos basta con repasar la hemeroteca para localizarlas. Encontramos titulares que nos hablan de crímenes contra la humanidad, de batallas de hombres en cuerpos de mujeres, de que 20 años después de la guerra de la ex-Yugoslavia se les siguen negando los derechos a las mujeres violadas, de que la violencia sexual era y sigue siendo un instrumento de guerra en África. Detrás, un largo etcétera que convulsiona. Muchas son madres como fruto del oprobio. A pesar de semejante invocación permanente, siguen ejerciendo de buenas madres.
El pensamiento nos hará más libres, dijo algún sabio empujándonos a atrevernos a imaginar, a ser críticos sin temor, para evitar caer en la inmoralidad como refugio filosófico y rescatar el civismo social. Pongamos el espíritu y la razón al servicio de una mejor conciencia mundial. Utopía sí, gracias, porque como seres humanos poseemos capacidad para caminar hacia ella. Dicen que las sociedades como la nuestra, tan evolucionadas que han logrado reinventar la medicina y desarrollar las comunicaciones globales al segundo, se fundamentan en ideas de solidaridad y justicia. Un desahogo lúcido entre tanto agobio opaco y materialista. Impliquémonos. Presionemos a los líderes mundiales. Les cuesta menos organizar unas olimpiadas multirraciales que forzar a los mandatarios del mundo a que miren a las mujeres y se convenzan de que tienen rostro humano. Estas líneas quieren rendir homenaje a Caddy Adzuba, Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, pero en especial a todas las mujeres atrapadas por las guerras, para que dejen de ser las otras.
- Publicado en Heraldo de Aragón el 4 de noviembre de 2014. Por aquellos días se entregaban los Premios «Príncipe de Asturias»