Paisajes turolenses en rojo

Si tuviéramos que escribir un libro de Ciencias de la naturaleza lo titularíamos Aragón, porque es un compendio de biodiversidad y de espacios naturales que nos serviría para explicar esa asignatura durante toda la Educación obligatoria. Si quisiésemos entender más fácilmente cómo el tiempo y el espacio se relacionan por medio de la geología, habríamos de preparar un capítulo que se llamara Teruel. Son tantos los espacios de interés que reúne esta provincia única que se podría convertir en destino principal de turismo de calidad para los aragoneses, para los españoles que viven encandilados con el exotismo cuando la grandiosidad está tan cerca. Muchos son los lugares naturales de los que se puede disfrutar pero hay que destacar la espectacularidad de las areniscas rojas. Testigos geológicos del pasado, fueron esculpidas por las antiguas fuerzas creadoras de la corteza terrestre hace más de 200 millones de años. Después, el convulso devenir de las aguas y los vientos dejó su huella en arquitecturas pétreas difíciles que se combinan con los conglomerados. Peñas royas omnipresentes entre La Hoz de la Vieja y Torre las Arcas –bellos nombres que dieron los moradores a sus pueblos sin duda para no desentonar con el paisaje- que parecen construcciones ciclópeas y empequeñecen a quienes las contemplan. Colores rojizos de los óxidos de hierro que tiñen la tierra y se acompasan con los verdes de los árboles y arbustos. El pino rodeno busca alianzas con las carrascas o los rebollos pero en otros lugares son los enebros, las jaras o los brezos quienes compiten con las plantas aromáticas por colonizar el suelo fértil. Es casi el paraíso de los sentidos en su contemplación, tanto que la imaginación puede llevar al vértigo plástico a quien visita el escenario de Peñarroyas –pueblo inverosímil que te atrapa en su laberinto- y persigue al río Martín, que viaja hacia el sur camino del embalse de Cueva Foradada bajo la atenta mirada de Alcaine desde su atalaya.

Pero roya es también la tierra de Albarracín que decora los pueblos que no quisieron desentonar en el lugar donde se encuentran. Escenarios neolíticos en donde dejaron sus pinturas quienes querían retener el tiempo y la vida en los abrigos pétreos para así plasmar la memoria de un paisaje sin límites. Los árabes convirtieron estos lugares en su casa y los adornaron con murallas y torres; el pulso de la historia los sepultó, aunque tras su expulsión nos dejaron sus espíritus. Paisajes melancólicos que delatan la fugacidad atemporal que desalojó de la vida próxima a tantos pobladores de Teruel en distintos momentos del siglo XX. Territorio que es memoria en sus pueblos silenciosos (Albarracín perdió dos tercios de su población en el siglo pasado -a pesar de ser espacio protegido desde 1995- y el Bajo Martín la mitad) en donde el tiempo se empeña en borrar las laboriosas construcciones agrícolas de los hombres huidos, las moradas de quienes no pudieron volver ni enviar a sus descendientes.

Melancolías animadas por el deseo de rehabilitación de una región olvidada que huyó de sí misma, pero que dejó sus sombras que reencuentran los hijos de los antiguos pobladores. Algunos se afanan en recuperar el pasado, bien sea desde instancias oficiales o con actuaciones privadas que creen en el turismo rural y en la “emprendeduría”. La sabiduría inmaterial se hizo visible en tiempos de los árabes, de los cristianos y tuvo su esplendor renacentista. Hoy emerge en el Parque Cultural de Albarracín y el Parque Cultural del Río Martín, en donde paisaje y cultura se mimetizan para la admiración de propios y extraños.

Seguro que estos parajes únicos, que en una primera visita pueden parecer inmutables, nunca repiten los reflejos que los escenifican. No basta con verlos y entender la naturaleza; hay que hablar con sus habitantes, que nos enseñarán historia y crearán sentimientos. Estas tierras han desempeñado un papel importante en la identidad cultural y social de Aragón, aunque hoy se aprecian en claroscuro. Junto con algunas voces de esperanza emiten lamentos rojos de peligro, porque además de población pierden servicios tan esenciales como autobuses, escuelas, tiendas o consultas médicas. El silencio y la moral perdida no pueden convertirlos en un bello museo rojo en donde solo se expongan las ausencias.

  • Publicado en Heraldo de Aragón el 9 de julio de 2012. Para reclamar que «Teruel existe»

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