Son un ejemplo de plantas escuetas y austeras. Los primeros buscan suelos en donde la agricultura y la ganadería del secano aportaron sus raciones de nitrógenos o sales, como otras muchas quenopodiáceas que son endémicas en Aragón y provocan la envidia de las comunidades científicas de otros países. Desafían al verano al sacar sus flores cuando el exceso de luz azota la estepa y otras plantas sucumben a su poder. Las otras, con un apellido científico de diosa (Artemisia), que las embellece pese a su modestia, tuvieron la osadía de darle nombre a dos pueblos y dejar en la botánica universal rastros del tesón investigador de Jordan de Asso, que ligó su apellido a esa “herba alba” a mitad del siglo XVIII. Mientras los de Ontiñena las quieren tener siempre presentes en su escudo, otros muchos ignoran a esa planta blanca cenicienta por la lanilla que la recubre y la protege de los calores abusivos.
Apenas tienen sitio en diccionarios ni enciclopedias, quizás porque no se dejan ganar por oropeles ni malgastan la sensatez que les ha permitido resistir a los embates de heladas traicioneras y sequías. Como no son doncellas bailarinas en escenarios principales, seguro que el rey Midas no reparó en ellas cuando pasó por aquí buscando tesoros para acumular. En cierta manera, Aragón y sus gentes fueron durante mucho tiempo como estas plantas modestas, que no quisieron ser rosas ni orquídeas. Prefirieron administrar los recursos de los que dispondrían siempre; emplear la cordura y la prudencia les ahorró disgustos, que se acumularon cuando se olvidaron de ellas. Desde hace unos años, las pequeñas cosas de la vida, como las ontinas y sisallos, se han visto sepultadas por las vanidades de lo grandioso. Nos creímos un pueblo millonario que podía fabricar sin tasa “expos”, trenes que vuelan, museos grandiosos, centenares de centros de interpretación, parques temáticos de juego o aeropuertos internacionales y nos olvidamos de que había que mantenerlos, y de reservar dinero para investigación, educación, cohesión social y coherencia empresarial. Tejimos laberintos en la administración para controlar adhesiones antes que poner cimientos para la gestión territorial socioambiental y ahora no localizamos el “hilo de Ariadna” que nos permita salir. Seguro que Baltasar Gracián nos acusaría de haber vendido el afecto que nos hace ahora encontrarnos sin amigos poderosos (en Madrid o Bruselas); también nos reprocharía no haber reconocido nuestros errores y culpar a los otros de ser los responsables. Nos recordaría que la fortuna se cansa de llevar siempre a los mismos a las espaldas y de que más vale un gramo de cordura que arrobas de sutileza interesada. Qué pena que tras tantas celebraciones del Año Costa no hayamos llevado a cabo una lectura actualizada de sus llamadas regeneracionistas. Ahora nos lamentamos de la falta de previsión -de los demás casi siempre- para anticipar lo cotidiano, pero olvidamos que la queja continua que escuchamos en las calles, familias y trabajos trae también descrédito. Fallaron los políticos, los banqueros, se relajó la justicia, se despistaron las instituciones y no sabemos a quién mirar ni dónde agarrarnos.
Como la artemisina de la ontina, de la que se estudian sus propiedades curativas, necesitamos rescatar lo mejor de nosotros para vencer el cáncer de presuntuosidad que nos invadió. Este pueblo milenario con una cultura propia no puede dejarse abatir; ya ha superado tiempos difíciles. Quienes tenemos memoria conocemos las penurias de la larga posguerra y cómo de la necesidad se hacía virtud. La gente supo acompasar su vida a los recursos de los que disponía; también echó mano de la sensatez para sobrellevar los sacrificios y se apoyó en la generalización de la educación. La sencillez y la buena vecindad que sirvieron para escribir páginas valiosas de nuestra historia todavía anidan en la esencia vital de nuestros mayores. Aún nos pueden dejar esas herramientas. Ramón y Cajal nos recordó que los hombres son seres sociales “cuya inteligencia exige para excitarse el rumor de la colmena” pero deben evitar que la fama que los acaricia temporalmente ponga en peligro su humildad, esa que cada día ontinas y sisallos han utilizado como rocío revitalizador para sobrellevar los tiempos difíciles en la reseca tierra baja.
- Publicado en Heraldo de Aragón el 12 de julio de 2012. Un homenaje a lo aparentemente anodino, a lo que se considera insignificante, al Aragón perdido y olvidado en la España cainita.
22/02/2023 at 21:13
Me ha gustado; además, me hace recordar la tierra de mi abuelo materno: Leciñena.
22/02/2023 at 22:31
Gracias. Si te interesan los Monegros haciendo la búsqueda en la web salen varios artículos que hablan del latido emocional que sentimos los monegrinos al hablar de esta tierra humilde y a la vez grandiosa por lo que no entra por los ojos.