Aragón estepario

Las estepas han sido escenario de grandes aventuras sociales en todo el mundo. La meteorología las maltrata año tras año, por eso han adquirido connotaciones peyorativas en el lenguaje cotidiano y en la cultura social que las relaciona con desolación; hasta el Mío Cid las llama terribles. Sin embargo, en pocos lugares se gestiona con tanto cuidado la vida. Las plantas acomodan su silueta al desprecio de la lluvia y a los azotes del calor, a los rigores del insistente viento o del frío invernal que las sepulta entre las nieblas. Los animales conviven con la incertidumbre de saber si lograrán comer cada día para reponer energía o criar. Las gentes esteparias solo tienen sombra triste, pero expresan como nadie en su quietud y dureza de ánimo la contingencia de sus temores y deseos, como sucede en el cuento “La estepa” del ruso Antón Chejov. Algunas sucumbieron a su destino y abandonaron los deseos de resistir. Las que quedan soportan la indiferencia del resto de la población, que prefiere ver colores e imágenes deslumbrantes de paraísos vegetales que no encuentra en una tierra sin límites en el horizonte.

La estepa cubre una parte fundamental del espacio aragonés pero sufre el olvido de quienes gestionan el territorio. No figura en escudos ni pósters, solo aparece cuando se utiliza para carreras extremas que no hacen sino añadir galones a su imagen pública de soledad. También soporta la colonización depredadora de los que desean rentabilizar su solar para beneficios económicos, como sucede en las cercanías de Zaragoza, o cuando se pretende enclavar complejos faraónicos del tipo de Gran Scala o campos de maniobras militares. En su homogeneidad diferenciada, son muchos los sitios a recordar.

La tierra de Belchite es testigo mudo de un pasado geológico árido en un mar singular que ha dejado lo salobre como distintivo principal. Las explotaciones agroganaderas posteriores la han convertido en una tierra frágil. La llamada de socorro de la Sociedad Española de Ornitología (SEO) la potenció dentro y fuera del territorio. Pero a veces decae en sus esfuerzos solitarios. La franja Bardenas-Castellar-Monegros contiene un muestrario de vida que exige una conservación cuidadosa. Sus bosquetes y sistemas lagunares, como sucede con los de Chiprana, son vestigios únicos en Europa occidental y las especies que los habitan figuran en los textos científicos universitarios, impulsados por naturalistas como el maestro Javier Blasco.

El camino hacia Fuendetodos es el epitafio de un sueño interrumpido que quiso recordar a los viajeros que un ilustre estepario podría servir para el renacer colectivo. Ahora parece que no lleva a ninguna parte porque su estampa desvaída muestra la peculiar forma de entender Aragón que entre todos hemos construido. Las parameras del Alfambra y Campo Visiedo conectan con las estepas del Bajo Aragón en torno a Calanda y Alcañiz y componen un conjunto extraordinario, que espera para su promoción el empuje dinerario que a otros les sobra. El Parque Estepario del sur de Zaragoza que se impulsa desde Ansar y otras organizaciones ecologistas podría llegar a ser el espacio natural más singular de Aragón, de Europa. Tanta naturaleza en guardia y sed de vida bien merece una mirada cómplice de los aragoneses que la dignifique, aunque nunca llegue a ser “Estepaland”.

Varios de estos lugares han sido incluidos dentro de la Red Natura 2000 y catalogados como ZEPA (Zona de Especial Protección para la Aves) o LIC (Lugar de Interés Comunitario) con el objeto de garantizar la conservación de la riqueza biológica que atesoran. Algunos centros de interpretación, como los de Belchite y Monegrillo, nos dejan ver la importancia ambiental que estos enclaves desempeñan.

Esos territorios tienen un lugar en el espacio socializado aragonés. Poseen suficiente honorabilidad para figurar como una de nuestras señas de identidad. En el Día de San Jorge, hay que lanzar un alegato a favor del Aragón estepario, copiando la visión humanista de Ramón J. Sender –un preciso intérprete de la estepa aragonesa- en “El lugar de un hombre”. En la novela, Sabino, en quien nadie reparó mientras vivía en su pueblo, huyó tras un barrunto y se refugió en la estepa infinita, en donde consiguió encontrarse a sí mismo. A su vuelta recobró el lugar que se le había negado.

  • Publicado el 23 de abril de 2012, Día de Aragón.

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