A poco que alguien tenga sentimientos, seguro que le provoca vergüenza colectiva solamente el hecho de leerlo: HERALDO (17-10-2016) recogía que alrededor de 200.000 aragoneses estaban en riesgo de pobreza y exclusión social, cifra que equivale al 15,8 % de la población; conocer este hecho debería haber sido motivo de acción urgente y colectiva. Pero la noticia pasó de puntillas por los medios de comunicación y no originó la mínima contestación social, acaso cuatro voces de denuncia de los de siempre: las ONG que luchan por revertir los desastres humanitarios. ¿Qué nos pasa? El día previo, el periódico hablaba de que las personas afectadas eran menos en número que el año anterior pero estaban en peores condiciones; resaltaba que la cifra se quedaba bastante por debajo de la media nacional, pero no me negarán que conocer que el grupo de edad más afectado por la pobreza severa es el comprendido entre 16 y 19 años (también los menores de 16 y sobre todo si son mujeres) produce zozobra personal a cualquiera y resulta aterrador para el porvenir de una sociedad. Aunque habrá que afinar estos datos con prospecciones futuras, es una situación de alarma, por más que los dirigentes políticos y sociales no se animen a apoyar el empeño conjunto del departamento de Asuntos Sociales del Gobierno de Aragón y de algunos ayuntamientos (el de Zaragoza entre ellos) de conseguir todos los recursos necesarios para eliminar esta brecha social. El asunto económico no es grave solamente aquí, también en España se ningunea –¿acaso no lo es prometer y no dar lo que se necesita?– este problema de la pobreza severa y el riesgo de exclusión. ¿Qué hacemos mal como sociedad?
Por aquellas fechas, varios medios de comunicación recogían que la recuperación del conjunto de las grandes cifras macroeconómicas no impedía que la población que sufre pobreza severa –vivir por debajo del 30 % de la renta mediana lo es– crezca en España, donde ha pasado del 4,1 % de 2008 al 6,9 % en 2017. Este porcentaje no ha dejado de crecer desde que comenzó la crisis, si exceptuamos el año 2016; además, los afectados tienen ahora más difícil salir de la exclusión. Por esos días se divulgaba también el último informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español (EAPN-ES), coincidiendo con el 17 de octubre, Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. En él se recogía una cifra catastrófica: 3,2 millones de personas en España (un 6,9 % de la población) vivían con unos 355 euros al mes. También resaltaba que, si bien la población con más estudios escapaba mejor de la exclusión social, más de un millón de personas con formación universitaria se encontraba en riesgo de pobreza. Las cifras apabullan pero hay que recogerlas, sirven para dimensionar realidades y deseos.
La pobreza severa lleva en ocasiones al hambre, mucho más a escala global. El Índice Global del Hambre (GHI, por sus siglas en inglés) que publica anualmente el IFPRI (International Food Policy Research Institute) muestra que, aunque se haya avanzado a escala mundial en la reducción del hambre desde el año 2000, queda mucho por hacer en medio centenar de países; alerta de que las desigualdades económicas, políticas y sociales son mayores en determinadas zonas geográficas y afectan con especial virulencia a las mujeres y a la infancia.
Pobreza y exclusión social se ceban especialmente en niños y niñas. Varias ONG, especialmente Unicef, Save the Children, pero también Cáritas o Cruz Roja alertan de que la sociedad es desigual e injusta, también en España, tanto que aboca a la exclusión al mayor capital social que tenemos. Por eso reclaman especialmente para estos tramos de edad protección social, sanidad completa y educación; simplemente los derechos humanos, o, si lo prefieren, dar vida a la Convención de los Derechos del Niño (CDN) que el 20 de noviembre pasado cumplió 29 años. También alertan que detrás de las grandes migraciones que tanto nos preocupan, y que irán en aumento, están el hambre crónica y los conflictos bélicos inherentes que sufren los habitantes de algunos países.
No hay muchas dudas de que el hambre es, en realidad, un problema político de manejo posible, que tendría solución con estrategias de convivencia global menos egoístas que las actuales.
*Publicado en Heraldo de Aragón el 26 de diciembre de 2018.