Cultura de ciudadanía

La palabra cultura procede de la lengua latina; en esta, “colere” o “cultus” hacían referencia tanto al cultivo de la tierra como al crecimiento interior, también a un culto hacia algo o alguien. Enseguida se asoció al ser humano, racional y por eso dotado de facultades intelectuales, presentes lo mismo en realizaciones artísticas y científicas que en la educación de la mente para construir la civilización y el progreso; es decir, hacer ciudadanía. Esa cualidad lleva implícitos el reconocimiento y la garantía de una serie de derechos que permiten a las personas hacer determinadas cosas, impedir que les hagan otras y exigir el disfrute de ciertos bienes. Por eso, su práctica organiza un contexto de poder –imprescindible para que la sociedad sea plenamente democrática, deseo esgrimido constantemente por individuos y colectivos– muy diferente de los dominios políticos o económicos que condicionan derechos y deberes en la vida actual. Su consecución y universalización, su conquista definitiva, exigirán perseverancia a todos; máxime en estos tiempos en los que casi da apuro hablar de un destino compartido.

No es descabellado afirmar que ciudadanía forma un triángulo social con poder y educación, en especial cuando no se fundamenta en la imposición o el mero adoctrinamiento. La facultad reguladora de los comportamientos se adquiere por convencimiento motivado o por práctica; en ambos contextos juega un papel importante la educación. Hablamos de todo esto para justificar la conveniencia de una asignatura sobre ciudadanía en la enseñanza obligatoria. En cualquiera de los formatos que adopte esa cultura –crecimiento interior y cultivo colectivo en construcción continua–, su enseñanza y el consiguiente aprendizaje han de basarse en unos estándares mínimos de convivencia, porque las opciones políticas que la han promovido hasta ahora priorizan demasiado los contenidos curriculares que les son afines. Además, la satisfacción universal de los derechos requiere una serie de medios pedagógicos, recursos y responsabilidades de la administración que a menudo han faltado.

Para ello no basta con conocer los aspectos racionales que justifican la ciudadanía, los derechos que comprende, su evolución histórica o cualquier cualidad que la concrete. Si se entiende como cultivo personal y social –una manera de ser y no solo de pensar– podría progresar, al menos, mediante la reducción de las desigualdades como estrategia de resolución de conflictos, la búsqueda compartida de la verdad como defensa ante el adoctrinamiento y la manipulación, la consideración de la dignidad como propiedad de cualquier persona al margen de su religión, género u orientación sexual, la práctica cotidiana del diálogo en situaciones de colaboración y complementariedad para la consolidación de los derechos universales, la apuesta por el compromiso personal a la hora de imaginar cambios colectivos, la mirada crítica hacia los derechos de la infancia y la adolescencia aquí y en el mundo, etc.

Para lograr que los escolares cultiven la ciudadanía se necesita el auxilio de la educación no formal, y hasta de la informal, esa que tan mal expanden los políticos y ciertos medios de comunicación. Solamente hay que mirar a la mítica Europa, a la España actual, para lamentar cómo se desprecia de manera creciente al adversario, o al diferente, con dialécticas descalificativas y prácticas discriminatorias. Cuando se van a cumplir 70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, hay que conseguir una educación globalizada. Esta, desprendida de recelos en su formulación teórica, debería ser entrenada en escenarios de proximidad, en la escuela y fuera de ella, proyectada hacia el barrio y el mundo; el asunto de la inmigración y sus circunstancias sería un buen tema para empezar a actuar, también en familia o en la política. A veces la moral social piensa y se expresa pero no vive lo pensado; si comienza iniciativas escolares, no se aplica en acabarlas a poco que surja alguna dificultad. Por eso es tan urgente una materia que cultive la ciudadanía universal crítica y profundice en ella, para que asuma ese poder colectivo que la faculta para presentar resistencia y alternativas al ambiguo marco social y político actual. Pero ¿quién la enseñará antes al profesorado y a las familias?

*Publicado en Heraldo de Aragón el 13 de noviembre de 2018.