Elogio del inodoro, delante del cual todos nos damos cuenta de que somos iguales, ¿o no?

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Mientras el hombre fue nómada, el campo fue su lugar de expansión intestinal. Pero se hizo sedentario y las deposiciones en calles y sitios públicos estropearon el tránsito cotidiano, y además eran acumulativas. Por eso se empezaron a construir letrinas, retretes, wáteres o inodoros, con diferentes versiones en cada lugar y país. Dicen que las primeras estancias para deposiciones controladas estuvieron en el valle del Indo, o en Chipre, y que fueron los romanos quienes proporcionaron “latrinae” compartidas a sus ciudadanos. Pero llegaron tiempos malos y en Europa se perdieron esos buenos usos y cada uno se las arreglaba como podía. Los arroyuelos de agua sucias eran comunes en las urbes y en ocasiones el ”agua va” regaba a los transeúntes. Hubo que esperar al siglo XVI para que se fabricase un aparato especial, “el Áyax” para la reina Isabel I de Inglaterra, aunque las malas lenguas de aquellos tiempos aseguran que no lo utilizaba mucho. No fue hasta 1755 cuando un relojero inglés le puso un sifón que evitase las emanaciones de olores: nació el inodoro, que tardó bastante en hacerse universal. Tanto que todavía no lo es en muchos lugares del mundo, como en algunas zonas de la India. Por eso, aunque aquí parezca llamativa la noticia de que en el distrito de Delhi Sur las autoridades obligan a que los hoteles y restaurantes faciliten el libre acceso a sus baños a toda la gente que sienta estos menesteres, allí mejorará la salud pública y protegerá a las mujeres que sufren agresiones cuando salen fuera de las viviendas para hacer sus necesidades. 

GREGUERÍA AÑADIDA: “La taza del inodoro, demasiada taza para tan poco chocolate.” (Ramón Gómez de la Serna)

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