Las peripecias de una golondrina enamoradiza de un junco y el Príncipe Feliz
Ecocuento de encuentros amorosos entre los juncos, una golondrina y los papiros en donde pudo escribir O. Wilde su Príncipe Feliz
Dejé también mi patria idolatrada
esa mansión que me vio nacer
mi vida es hoy errante y angustiada
y ya no puedo a mi mansión volver.
(Narciso Serradell Sevilla la escribió.
Podrían cantarla Los Panchos y otros muchos)
No sabría decir el lugar exacto ni el número del junco que me atraía especialmente. Me servía para posarme y alcanzar la lejanía de lo que cerca ya tenía. Los juncos bailan a nada que el viento se alíe con ellos, o que una fuerza los golpee. La verdad es que poco importa. Ha habido muchos juncos en mi vida. Pero ninguno como este. Mis progenitoras me contaron que esa palabra con la que se designa este singular ser viene de juncus, en latín. Significa, más o menos, unir para entrelazar.
Pero lo más asombroso es que aunque un juncal se seque o lo corten los humanos, al poco tiempo surgen otros. Es la magia subterránea del junco. Habiendo agua nadie puede con ellos. Pero a la vez sujetan la tierra. Después de una tempestad siempre quedan los juncos, flexibles como mis plumas. Lo cierto es que los juncales mediterráneos son hermosos en la desembocadura del Nilo y en sus orillas; hay muchos pero no solo allí. Los he visto en mis viajes migratorios por África cuando era joven y seguía caravanas de gente andando, negros en su mayoría, que pretendían cruzar el desierto. He de decir que también allí, en sitios muy concretos había juncos. Tengo una pena en el corazón que no sé como reparar. Son muchos más los que van de sur a norte que al contrario. También he visto negros como mi dorso en los países del norte. ¿Qué hacen allí que no vuelven a su casa? ¡Serán más felices allá donde viven ahora que no quieren volver! Crían allí, como nosotras, pero no vuelven a la tierra que los vio nacer. Además saben soportar los fríos durante muchos meses. Algo que nosotras somos incapaces de hacer.
Un día, sin saber por qué, se me ocurrió seguir a los cortadores de juncos. Todos llegaban con sus cargas al mismo lugar, un sitio grande con casas grandes. Había nidos abandonados de golondrinas, en los que me instalé provisionalmente. Los primeros días no me atrevía a entrar de día pero una tarde lo hice. En un lado de la enorme casa amontonados los juncos, cerca de una puerta alta. Al otro lado, una especie de hojas grandes, claras, todas casi iguales, muchas de ellas puestas en fardos. Eso era lo que yo veía salir. Se me hizo corta la noche y me dormí. Al despertar me asombré de ver a personas, unas con la cabeza tapada y otras no, negros y blancos, que marcaban de colores las hojas grandes. Me sedujo pero me fui de allí sin saber realmente lo que hacían. Sentía olor y calor y no había dentro ningún mosquito.
Volví a mi antiguo juncal, decidida a partir. Decidí dormir mi última noche, clara y llena de estrellas encima de una piedra. En eso estaba cuando me pareció que llovía una sola gota que me impactó. Después una segunda y una tercera. Estaba cerca de una estatua de donde era el único lugar de donde podrían caer. Acerté con mis trinos a preguntarle su nombre. La luz de cada día cada vez duraba menos.
Aquella golondrina perdida en su viaje vagó por la vida hasta encontrar al príncipe triste, que resultó ser feliz. Como antes lo había sido porque vivía en el País de la Despreocupación. Al final, el pequeño pájaro se dedicó a ayudar a los demás, aunque para ello se tuviera que hacer residente y acostumbrarse a los gélidos inviernos. Murió en la contradicción: ligada por amor a la estatua del príncipe y poco considerada por quienes en aquel país gobernaban. Eso sí, al menos tuvo imitadores.
Todo esto es inventado, o una mezcla mal hecha de muchos cuentos. La aventura básica me la presentó una alumna en un trabajo de fin de curso. Demasiado literario para ser de biología. Pensé en un primer momento. Debían hacer algo sobre la relación dentro de unos ecosistemas determinados. Ni siquiera había mencionado que los juncos debían ser Cyperus papyrus. Su trabajo era hetereogéneo. En portada una reproducción del cuadro la Anunciación, de Fra Angélico. No pregunté por qué. Pero en su larga exposición me presentó a Óscar Wilde. Lo razonó así: si la golondrina no hubiese estado enamorada realmente de un junco entre muchos, que en su reencarnación son papiros, Oscar Wilde no podría haber escrito su Príncipe Feliz –de quien también se enamoró la golondrina-).
Después de mi atenta escucha se marchó. Me dejó soñando despierto en lo último que había dicho. Unos días más tarde la volví a llamar para darle las gracias por desviarme del cerrado camino de la lectura simple de los seres vivos. No sé la nota que le puse, debía ser de dos dígitos pues me dejó impresionado.
Con el tiempo me enteré, pasados años de mi jubilación como profesor de ciencias, de que había llegado a ser una gran divulgadora de la biología ecosocial. Sirva este cuentecillo como homenaje a ella. Me gustaría volver a encontrarla para ver si recuerda la historia del junco. Y decirle que vi el motivo del cuadro de Fra Angélico: una golondrina sancionaba con su presencia en las alturas La Anunciación. ¿Sería Dios? También que en la tapa final me hubiese reproducido Hirondelle de Joan Miró. El cuadro paisaje que parecía una lectura cósmica de todo su trabajo.
P.D.: Este cuento figura completo en el blog La Cima 2030 de «20minutos.es«.